La sonrisa interior
Hoy es un día ‘supuestamente mágico’, el diez del diez, el veinte del veinte. Conozco a un par de parejas que habían elegido esta fecha para día de su boda entendiendo una especie matemática de buenos augurios. ¡Ay, Señor! Lo que daría porque hoy mismo fuera ya fin de año y nos libráramos de este calendario vírico, que ríanse ustedes de todas aquellas predicciones maléficas que vaticinaban el 2012 como el punto final de este mundo. Se diría que entonces nos dieron el cheque y ahora nos lo están haciendo efectivo.
Yo, de momento, sigo confinada. Siguen así varias ciudades de nuestra Región, en un repunte –ignoro si explicable o no– del dichoso virus coronado que no solo nos está robando vidas, sino que nos está expoliando la Vida en sí misma, en su forma más genuina: en la de poder disfrutar del otro sin recelo, sin percibirlo como enemigo; o la de lograr calmar el hambre de piel con los abrazos y los besos de quienes amamos… Recrearnos (de recreo) con una obra teatral, una película y hasta con una hamburguesa basura, engullidos en medio de un gentío agobiante. No dudar en visitar a nuestros ancianos o lanzarnos felices con globos y bombones a la casa de familiares y amigos padres recientes… y poder achuchar, como siempre se ha hecho, al bebé y sentir que le damos la bienvenida a un mundo bello y humano. Porque todo esto que hacemos ahora de distancias y confinamientos será muy útil para evitar los contagios, pero roza lo inhumano. En fin, poder hacer todas aquellas cosas consideradas normales, con derecho, y casi inadvertidas por cotidianas, y que ahora han adquirido el brillo y el valor de los diamantes. Y, sobre todo, dejar de ver al otro como si fuera un leproso apestado del que hay que huir.
Y si esto se está cargando la vida, no es de extrañar que se cargue la economía. Y no solo porque bares y restaurantes echen la persiana por falta de clientes, o porque al teletrabajar desde casa ya no haga tanta falta ir a la peluquería o atiborrar el armario con el último modelito, sino porque una gran parte del mundo —consciente de que mañana puede estar muerta— se está replanteando si de verdad le hace falta ese bolso de dos mil cuatrocientas euros o esos ‘manolos’ de tropecientos mil.
Sí, creíamos que las pestes eran plagas bíblicas de siglos pasados, que podía perderse la cabeza por una crisis económica que estalló en 1929, pero estamos viendo que los momentos actuales no admiten parangón con ningún otro. Quizá eso nos esté llevando a una nueva normalidad en la que dejemos de vivir en la superficie de las cosas y de nuestras emociones y nos lleve a encontrar en nuestro interior la fuerza mental que nos provea de lo realmente necesario para nuestra salud física y mental. Sobre todo mental. Hoy, precisamente, es el Día Mundial de la Salud Mental. Y resulta innegable admitir que las circunstancias que estamos viviendo no estén influyendo en ella negativamente.
Por desgracia, hasta hace bien poco, por no decir todavía, la enfermedad mental estaba mal vista, como si quienes la padecen pudiesen elegir entre tres kilos de artrosis, pero solo cuarto y mitad de trastorno mental. Incluso las depresiones, cuando eran verdaderas, y no tenían nada que ver con el banal estoy depre, se ocultaban porque no se terminaba de ver claro dónde terminaba el psicólogo y dónde empezaba el psiquiatra, y eso eran ya palabras mayores. O de locos.
Sin embargo, ahora, y con lo que se nos ha venido encima, raro es quien no precise tratamiento psicológico o no haya acudido a un especialista. Los taoístas –que en esto del control mental nos llevan siglos de ventaja– recomiendan un procedimiento sencillo para enfrentarnos cada día a esta locura que convierte el mundo en un gigantesco manicomio. Ellos hablan de la sonrisa interior. Y la cosa va de sonreír. Así, sin más, sin ganas, sin motivos. Tan solo sonreír. Porque al hacerlo, el cerebro interpreta que sentimos alegría y –al captar esa sensación de satisfacción– emite vibraciones positivas que recorren todo nuestro cuerpo. Y cuando eso ocurre, liberamos dopamina y serotonina. Acto seguido, ellas nos relajan, nos bajan la presión arterial y neutralizan las sustancias negativas productoras de estrés.
Ya sé que ir por la vida con una sonrisa de oreja a oreja está mal visto. Con semejante conducta se corre el peligro de ser tomado por idiota, o como alguien ajeno ‘al mundanal ruido’, pero… a mí está empezando a importarme más mi salud que la opinión ajena. Puede que piensen que soy idiota, pero seré una idiota feliz. O, al menos, en vías de intentarlo.
Ana Mª Tomás
10-10-2020