La tartana. Por Gregorio L. Piñero. Cuentos estivales.

Cuentos estivales (XXXVII)

TARTANA

 

La tartana.

 

      -“¿Hay baño?” -Preguntó el tío Saturnino, por la ventana del comedor, mientras estábamos a la mesa. Era el momento habitual. -Me explicó mi pupilo.

      Es una vieja historia. El Bisabuelo de mi pupilo (que también se llamaba Basilio) vendió a Saturnino y a Carlos una tartana, a cambio de que éstos transportaran a la familia o alguno de sus miembros, cada vez que lo necesitaran o desearan ir a San Pedro, a alguna finca cercana o a Lo Pagán a tomar los baños.

      Para ello se turnaban y, como el que hubiese baño o no dependía de varias cosas, a fin de planificar sus tardes, el tío Saturnino o el tío Carlos, si no habían sido advertidos ya, preguntaban sin necesidad de entrar a la casa, por la ventana que daba al comedor.

      La tartana es un coche de caballos que fue muy popular. Era de dos ruedas, con la cubierta abovedada y asientos laterales, para los pasajeros, y un asiento para el conductor en el extremo de la caja donde parte la limonera o barras de enganche de la tracción de sangre, como se decía a primeros del siglo XX, para distinguirla de la tracción mecánica.

      Aunque en verano se usaba sin cierre, para facilitar el paso del aire, y sólo con cortinas que se recogían con correas con hebillas, podía cerrarse con dos tableros de cristal por delante, a modo de mampara, y con portezuela y cristales, por detrás, con un estribo para facilitar el acceso.

      El asiento del conductor también tenía estribo en su lado derecho.

      -De modo que -ha continuado mi pupilo- si se optaba por el baño aquella tarde, así se le comunicaba a uno de los hermanos y, al que le correspondiese, preparaba el carruaje que siempre tenían en perfecto estado de limpieza y conservación y aparejaba al caballo con sus arreos y atalajes y con su alegre cabezal de cascabeles. Era para ellos -y para todos- una verdadera joya.

      Había varios caballos. Mi preferido era uno azabache, ya entrado en años, que trotaba con majestuosidad, que conocía bien el trayecto, y conseguía -bajo el sabio manejo de las riendas por el conductor- que las ruedas de la tartana no se saliesen de los cursos de rodadura y, por tanto, evitar bruscos baches o salientes en el terreno del camino pues, aunque el carruaje iba provisto de ballestas amortiguadoras, el trascurso sin cambios de nivel era muy de agradecer. Se le llamaba con admiración el “macho”.

      Al llegar a la carretera asfaltada, el caballo se engrandecía y, al ser más fácil el rodaje, galopaba con gracejo y tomaba su velocidad, haciendo sonar su cascabeleo acompasado y que invitaba a cantar “doce cascabeles…” del cantante Joselito. Se atravesaba el casco urbano de San Pedro del Pinatar y se tomaba la carretera hacia el Mar Menor, a cuyo lado derecho, estaban terminando de construir el pueblo de pescadores, con casas de edificación moderna, que sustituyeron a las viejas barracas y cobertizos cercanos a la playa de Lo Pagán, que era nuestro objetivo.

      El tío Saturnino, conducía el carruaje fumando en su pipa de lobo de mar, mientras mi pupilo contemplaba asombrado el paisaje y, su madrina le enseñaba canciones infantiles de la época: “Estaba el señor Don Gato…”, “Un elefante se columpiaba…”; o, “La flauta de bartolo…”, “Ahora que vamos despacio…”; y, “El sombrero de Gaspar”, la preferida del tío Emilio y que era imprescindible cantar en los viajes al baño.

      Y, en lo que nos parecía un breve trayecto, pero que duraba sobre una hora, avistábamos la ribera del Mar Menor. Esa maravilla de mar interior que es un verdadero regalo de la Naturaleza y que, desgraciadamente, los humanos estamos destrozando.

      ¡Si vieses lo agradable que era entonces el baño en aquellas aguas templadas y límpidas! -Ha exclamado con tono de tristeza mi pupilo. Mañana, Cholo, te contaré algo más de los baños, pues eran toda una aventura.

      (Continuará…)

 

Gregorio L. Piñero 

  (Foto: tartana).

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