La ventana del tiempo.
El hombre detuvo su coche en un descampado entre unos pinos, debajo de un anuncio de las fiestas de Tordesillas. Sacó una manta del maletero y se tumbó a la sombra, deslizándose de inmediato por el tobogán de un sueño profundo, porque se resistía a volver a la gran ciudad y quería prolongar los silencios de su Tierra de Campos.
Su novia, nacida en un país tan nórdico como su melena rubia y ojos claros, ambuló entre la maleza y los árboles. El calor implacable, la ausencia del viento y la quietud del campo la aturdieron, y acabó observando el cielo de un azul intenso, un cielo lejano e inalterable, que -tras unas pequeñas nubes blancas- se abría hacia otros tiempos.
El sonido inmemorial de cascos raspando las piedras del camino; una capa de polvo levantada por el rebaño de ovejas que a su paso arranca tallos grisáceos, plantitas mustias que el sol ha olvidado entre las rocas. Las cigarras, calladas por un instante, vuelven a cantar acompasadas, su tono subiendo y bajando en coro, in crescendo y decrescendo. Se escuchan pasos; se acerca un pastor con vestimenta a la antigua trayendo consigo su mula cargada de utensilios para pasar la noche en cualquier parte. Saluda con un gesto a la joven que intenta entablar conversación con él.
La chica los observó mientras pudo verlos, luego buscó en el cielo las huellas de la ventana del tiempo pero esta ya se había cerrado, tapada por nubes de tormenta. Cuando ella despertó al hombre, no supo contarle lo que había presenciado.
Dorotea Fulde Benke