Las casas que me habitan. Por Rubén Castillo

las casa que me habitan

 

Las casas que me habitan.

  No existen (a pesar del exhibicionismo o la insensatez de quienes pregonan lo contrario) las “vidas de novela”. Todo lo más, existen las vidas que pueden ser contadas como una novela. Pero se impone aclarar de inmediato que esta característica es atribuible a cualquier vida, sin que deba contener ningún pormenor excepcional o tremebundo. Daniel el Mochuelo jamás hubiera incurrido en el orgullo de pensar que sus charlas y sus correrías con el Moñigo y el Tiñoso pudieran recopilarse en un libro, pero Miguel Delibes tuvo el talento de demostrar lo contrario. Porque una narración no precisa (insistamos) de acontecimientos fulgurantes, ni de crímenes horrendos, ni de viajes peligrosos, ni de calamidades terribles: sólo necesita de alguien con buena mirada y con buena prosa, que convierta en palabras eternas incluso las nimiedades más prescindibles.

  Isabel García Amador acaba de publicar en el sello MurciaLibro su obra Las casas que me habitan y, pareciendo que nos cuenta solamente su vida, nos ha contado muchas otras cosas. Porque también ahí reside un gran poder de la literatura: en transmutar lo individual en símbolo de lo colectivo, en dibujar el mundo cuando describimos nuestra aldea. Nos habla en estas páginas de los orígenes humildes de su familia lorquina, que tuvo que trasladarse a Francia en busca de un futuro más halagüeño; nos habla de sus dificultades para integrarse en un país cuyas normas y cuyo idioma eran tan difíciles de entender para aquella niña recién salida de la España del franquismo; nos habla de amores juveniles, de ilusiones, de esperanzas; nos habla de su deseo de volver a sus raíces y de establecerse de nuevo en su tierra; nos habla de sus profundas convicciones democráticas y feministas, de su visión de la cultura como gran columna vertebral del espíritu humano; y nos habla de cómo ve, desde la serenidad de la madurez, el futuro de las próximas generaciones, que no juzga demasiado halagüeño (“Fuimos la juventud de la esperanza. Hoy somos los padres del desencanto, los abuelos de la precariedad”).

  Una obra singular y plural, íntima y colectiva, sonriente y grave.

  Una obra eterna.

Rubén Castillo

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