Las ganas de rezar por esas manos.
Esta fotografía tiene más de un siglo, unos ciento veinticinco años. Acabo de verla por primera vez. Es mi bisabuela al poco de volver de Argentina con sus dos hijas. La más pequeña es mi abuela María y al lado su hermana mayor, mi tía abuela Antonia que murió sin dejar descendencia y era una mujer culta y devota de escribir cartas a mano de aquellas de pegar los sobres con saliva. Recuerdo que, cuando yo era pequeño y sólo me interesaba jugar y vivir a la intemperie, una mañana que fui a su casa de la calle Arbizú a llevarle dos barras de kilo de la panadería de la Josefita, ella me regaló “El obispo leproso” de Gabriel Miró. Un libro que supe conservar y aún conservo y que leí con fascinación muchos años después, en un piso de estudiantes de Murcia en mis tardes espesas y universitarias.
Mirando esta fotografía me han conmovido muchas cosas. La primera es ese orgullo familiar atávico que debe de haber en la sangre, en la sangre auténtica, en la sangre de verdad que corre por las venas y contiene más de trescientas sustancias químicas. Una de esas sustancias puede que lleve grabada a fuego esa pulsión de amor y pertenencia, esa veneración por los antepasados. Después me ha impresionado lo bien que sabían posar antiguamente para las fotografías. Nadie les enseñaba a eso, pero lo hacían con mucho glamour, con mucha clase. Mucho mejor que en los selfies de ahora. Y también lo bien vestidas que mi bisabuela llevaba a sus hijas. Y los complementos: El abanico colgado del cuello me parece una cosa tan moderna para aquel tiempo, y las pulseras, y los collares y las flores, y los peinados, y sobre todo esa forma tan digna de mirar a la cámara como sabiendo que nosotros, quien mira ahora, íbamos a estar aquí. Y estamos. Ese es milagro. Ese es el asombro: que de verdad estamos aquí y les debemos mucha gratitud y un poco de atención, porque como dice Simone Weill «La atención es la más pura forma de generosidad que existe».
!Ah, y las manos, la delicadeza de sus manos! Dan ganas de rezar por esas manos.
Miguel Sánchez Robles