Las marcas del diablo. Por Ángel Medina

marcas del diablo

 

“Fiat iustitia et pereat mundus”

 

   Admito que dudo siempre que leo esta sentencia de los estoicos. No se puede hacer justicia si ello conlleva la destrucción del mundo. Pero, el mundo no se aviene a la justicia si no es por el temor o el arrepentimiento, lo cual conlleva dolor de cuerpo y alma, que forma parte de la vida. El hombre necesita sentirse perdonado, pero para ello sabe que también él ha de perdonar.  Es la sexta petición: “Perdónanos, como perdonamos a nuestros deudores…”

   Cuando miro a la caverna profunda del hombre siento resonar en mi interior el eco de mi pregunta: ¿somos realmente humanos? ¡No! No es posible que la deshumanización llegue a tal grado en nombre de la probidad. Y no obstante he de admitirlo: ira, venganza, mentira, miedo, odio, intereses bastardos, e incluso abjurar del sagrado deber de implantar la justicia, cediendo al poder o convirtiéndose en cómplice para la perpetuación del crimen. Por fortuna, aún queda un resquicio de la conciencia, y conscientes del mal obrado, a veces la recriminación empuja a la restitución del delito, más allá de las leyes escritas.

   Colecciono cuentos incontables. Y ojeando en una vieja tienda de libros encontré uno realmente singular. Una suerte de relato que no se sabe bien si es real o ficticio, o tal vez ambas cosas, aunque ciertamente inimaginable. Una cadena de sangre que brota del odio y la perversión, que tal un géiser expulsa sus rencores de la tierra de promisión que constituye al ser humano.

   La historia hablaba de un amor fuera de lo común. Esa clase de sentimiento que a todos conmueve, pero que puede ser a la vez fuente de destrucción. Plaga que se desparrama aniquilando en una cadena sucesoria lo que encuentra a su paso, tal la lava devastadora de un volcán, lavando la anterior decisión con otra nueva barbarie, hasta el punto de poder considerarse al hombre como el mal de sí mismo. Pero, vayamos a la historia.

   Había una vez un rey apuesto y maduro, que aún conservaba la gallardía, al tiempo que un corazón noble curtido en las mil batallas libradas durante la vida. Era generoso y amado, pero implacable en la justicia, además de temeroso de Dios, reprimiendo con la espada toda manifestación herética o demoníaca.

   Un día halló el consuelo a su cansancio mundano en una hermosa doncella, con la que se desposó. La mujer era joven, de melena larga y pelirroja, grandes ojos glaucos, nariz rectilínea, pómulos contenidos y boca alargada, todo ello enmarcado en un rostro afilado y de piel pálida. El único inconveniente residía en que era plebeya, y los consejeros reales habían preparado su boda con una poderosa princesa, desagradablemente fea. Para ellos primaban los intereses de estado, entendiendo bien, que a la sombra del monarca mangoneaban la política en su propio beneficio, y que ni decir tiene que la unión de las dos realezas daría más prosperidad y poder al reino, por lo que aquella mujer era considerada como una advenediza.

   Era ella criatura devota, pero muy instruida, algo que en aquellos años del Medievo no era precisamente una consideración virtuosa para la terrible sociedad machista.

   Un día, hablando con uno de los nobles comentó que un teólogo está para abrir caminos a la “Barca de Pedro”, y aun siendo alguna vez heterodoxa su idea no debe ser condenado y obligado a retractarse. Esta conversación fue trasladada al inquisidor, el cual, instrumentalizado por los enemigos de la reina acabó de acusarla de herejía ante el rey, y éste, no teniendo posibilidad de oponerse, a pesar de su autoridad, sometida la corona a la tiara debió acceder y se vio la causa contra ella. Durante la vista, el clérigo descubrió en el inicio de sus senos unas manchas, lo que según Ludovico Sinistrani, en su inquietante guía inquisitorial “Las marcas del diablo”, equivalían a la brujería. Y afrentándola, movido por los turbios manejos y la promesa de ser recompensando por los conspiradores, prosiguió sus acusaciones, llegando a solicitar que descubriese sus partes más íntimas para corroborar sus palabras, y hallando una verruga, certificó la acusación formalmente.

   El rey sufrió un indecible tormento, pero, respetando la legalidad hubo de consentirlo hasta concluir el proceso. Y sin poder eludirlo, fue condenada por el tribunal, que solicitó el permiso real para ser quemada viva, a fin de purificarla. El fuego devoró a la inocente criatura, que se consumió entre gritos, sufriendo un horrible tormento durante más de media hora, desprendiéndose la piel de su cuerpo hasta momificarse. El consorte se sintió morir con ella, destellando en sus pupilas un odio incontenido. Finalmente, concluido el auto de fe el pueblo llano desfiló ante su monarca, comentando su firmeza en el cumplimiento de la ley, no habiéndose sustraído a ella ni la mujer a la que amaba ciegamente.

   Pero, la conciencia es como una gota de agua que machacona e insistentemente va horadando la roca. Y así, conforme pasaba el tiempo el inquisidor fue padeciendo, primero el desánimo, después la duda, más tarde la confusión y finalmente el arrepentimiento. Como Judas, renunció a su recompensa, y abrumado por el peso de lo que había hecho decidió contárselo al rey. Una vez hubo concluido, su señor estalló en justa cólera, mas enseguida supo controlarla, sustituyéndola por una siniestra sonrisa, pidiéndole que hiciese una declaración por escrito. Una semana más tarde, los heraldos recorrieron aldeas y caminos invitando al pueblo sencillo, pobres, tullidos, amas de casa y ancianos, con la única excepción de los niños, a fin de asistir a un banquete en el palacio. También fueron convocados los nobles y el dominico que presidía el Santo Oficio.

   Todos permanecían en un gran salón a la espera de que se abriesen las puertas del comedor, dejándose oír el monótono golpeteo de un martillo, hasta que por fin un heraldo anunció que podían entrar para la celebración.

   La sala era rectangular, pero bastante ancha y grande. En medio se había dispuesto una gran mesa con cubiertos y vajilla de plata, a excepción de dos, que eran de oro. Junto a uno de ellos había un ramo de lilium, símbolo de la pureza, arropado por sendas rosas rojas y blancas entremezcladas. La cabecera de la mesa estaba presidida por el soberano, tras el cual había una cortina espesa que cubría un proscenio. La del otro extremo permanecía el asiento vacío. Alrededor, se distribuían, a un lado los nobles y al otro los súbditos. Una vez estuvieron dentro, las puertas fueron cerradas, custodiadas por dos alabarderos. A una señal del maestro de ceremonias comenzaron a ser servido los manjares. Fuentes cubiertas, en cuyo interior se hallaban cabezas de lechones, aderezados con verduras; carnes rojas de venados recubiertas con salsas rojas, todo ello regado por unos caldos deliciosos y olorosos, tanto blancos como tintos, y finalmente frutas variadas de las huertas reales. Cuando todos se hubieron saciados, tomó la palabra el anfitrión.

   ― Os he convocado para hacer justicia- aireó el escrito que tenía en su mano- Será como siempre ha sido. Nos, el rey, decidiré el veredicto y sentencia y el pueblo todo será testigo de ella.

   Al conjuro de aquellas palabras, algunos palidecieron, aún sin entender.

   ― ¿Qué tiene que decir nuestro venerable inquisidor? – dirigió la mirada hacia el religioso.

   ― No puedo sino admitir el delito por mí perpetrado- respondió trémulo- Fui seducido y comprado, sobornado por las prebendas de algunos de estos nobles a fin de acusar a la reina de la infamia que todos conocéis. Prefiero confesar y purgar aquí mi pecado que perder la paz eterna en el infierno. Y, siendo grande mi culpa, grande habrá de ser mi expiación.

   Ante el estupor de los asistentes, el fraile introdujo los dedos en las cuencas de sus ojos, sacándolos fuera, arrojando los globos sanguinolentos encima del tapete. Después, tambaleándose, se desplomó sobre su asiento. Entonces, el soberano hizo un gesto y acudieron seis fornidos negros armados con punzantes dagas, en tanto arrojaba con furia sobre la mesa la confesión escrita que obraba en su poder, creándose una densa atmósfera que presagiaba mayor desgracia.

   ― ¡Miserables! – gritó mientras escudriñaba cada rincón y señalaba con la mirada a cada uno de ellos.

   Y, poniéndose en pie, retrocediendo unos pasos, descorrió las cortinas. La visión que se les ofreció era dantesca. Ante sus temerosas miradas se alzaba un trono de color escarlata, y atado a él para sostenerla en su verticalidad, una momia coronada con una diadema de gemas, revestida con sus mejores ropas de gala. A su alrededor se encontraban seis ataúdes vacíos.

   ― ¡He aquí a vuestra reina y mi reina! – gritó furibundo- ¿Qué habrá de hacerse con quien ostenta una corona, sino rendirle pleitesía?

   El rey pronunció el nombre de cada uno de los nobles que habían participado en su nefasta suerte, siendo empujados por las alabardas de los coraceros y obligados a acercarse hasta aquel solio macabro y nauseabundo. El olor era putrefacto, habiendo sido exhumada unas horas antes, hasta el punto de que era posible contemplar algunos gusanos que asomaban por la calavera. Todos ellos fueron forzados a desfilar ante el cadáver, tratándola tal si permaneciese en el reino de los vivos y no en el de los ausentes, pues lo que quedaba de ella eran los restos y algunos jirones de piel resecada. Hubieron de besarle la mano e inclinarse ante su majestad, con la complacencia de aquel que un día fue su esposo y hubo de aceptar el dictamen del tribunal eclesiástico, admitiendo y haciendo cumplir su condena. Y, concluyendo el ceremonial obligó a todos a besar la zona genital de la osamenta, como desacato al pronunciamiento de haber sido enjuiciada bajo las llamadas pruebas de las “marcas del diablo”

   Una vez concluido el acto, gritó en viva voz a todos:

   ― ¡Ésta es la pleitesía que se le debe a una reina! ¡Ahora queda la aplicación de mi justicia y la expiación del crimen!

   Chasqueando los dedos, la guardia redujo a los reos, inmovilizándoles. Y ante el horror de todos y el pavor de ellos, hundieron los forzudos los puñales en sus pechos, abriendo un socavón en la carne y destrozándoles  las costillas, arrancándoles finalmente el corazón, depositándolos a los pies del trono de la extinta. Sólo el clérigo ciego fue respetado.

   Luego, preso de una rabia ciega, y sobre todo del recuerdo de haber sido quien autorizó la ejecución introdujo las manos en las llamas de la chimenea que calentaba el cuarto, hasta que quedaron completamente chamuscadas y deformes.

   No creo que se trate de ninguna habladuría, y a buen seguro que algún testigo presencial que permaneció en el anonimato fue el autor de lo que aquí se dice.

   La narración concluía con un epílogo. No pudiendo valerse por sí mismo, el inquisidor fue desterrado a una cueva solitaria, debiendo vivir de la caridad de algunas almas piadosas. Pero, la vida tiene en ocasiones extrañas coincidencias. El buen rey, pasado el tiempo, sintió el peso de la conciencia igualmente. Su sentido religioso le hizo comprender que, si bien el delito perpetrado contra su amada era terrible, no fue menos su actitud hacia los que lo cometieron. Y renunciando al trono decidió purgar en vida sus pecados. Dicen los más viejos del lugar que el monarca sin corona fue a parar a la misma cueva que habitaba el fraile ciego, quedándose con él, y desde aquel momento fueron el uno para el otro el complemento necesario. Los ojos del rey guiaban la ceguera del fraile, y las manos del clérigo suplían los muñones del soberano. El arrepentimiento les condujo a la piedad. Ahora, sí, podían invocar el perdón de sus faltas.

Ángel Medina

FB del autor 

Últimas publicaciones autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *