Last call
Escribo para que el agua envenenada pueda beberse
Chantal Maillard, Matar a Platón
Trabaja maquillando muertos, arreglándolos para que tenga un aspecto digno en su último viaje. Se esmera para que no parezcan demasiado distintos lo que él cree que fueron en vida. Y lo hace sobre una impresión porque no los conoce de nada, sobre la imagen que inventa mientras les examina con cuidado y recorre con la vista los surcos de la piel ya seca. La muerte no siempre respeta y tiene que rescatar una imagen para el último instante. Se esfuerza en dejarlos serenos para que a aquellos que los quisieron les quede el consuelo de que tal vez, en el último momento, no sufrieron. Aunque se engañen con eso. Aunque alguno piense que la carcasa ya no importa. Intenta neutralizar la asepsia de la muerte y la resaca diferida para el que queda. Esa es su tarea.
Había llegado a la ciudad hacía unos meses. Dormía de prestado en el sofá de una prima lejana y los pocos ahorros habían ido menguando hasta desaparecer. A diario, después de recoger el comedor, ponía sus cosas sobre la mesa del comedor y contaba la calderilla que llevaba encima y guardaba en el bolsillo la justa para ir desde el extrarradio al centro de la ciudad. Recorría los comercios, las agencias de trabajo repartiendo su currículum. Los dejaba por todas partes. Pero por dentro los resumía como experiencia anodina y necesidad a raudales.
A media mañana se paraba en cualquier banco y comía a pellizcos un trozo de bizcocho que preparaba durante el fin de semana. Respiraba, anotaba las calles por las que había pasado y volvía a casa caminando, gastando zapato y ahorrando las pocas monedas, que revolvía en el bolsillo cuando sentía la tentación de tomarse un café que no se podía permitir. Un extra de café con leche suponía dos trayectos a pie, cargar con la mala conciencia y la condena de atravesar un bache que ya duraba demasiado.
El día que le ofrecieron aquel trabajo de asistente de un tanatopráctico no se lo pensó. Sin saber demasiado bien lo que era, ni lo que tendría que hacer, aceptó. Necesitaba dinero y aquel trabajo de muertos, aunque sonara casi como una gracia, le devolvería la vida que tenía aparcada por ahí.
Acudió a la entrevista de punto en blanco. La cita era en unas oficinas en la zona de la Castellana, un edificio acristalado tan impersonal como enorme. Llego media hora antes y, por no gastar, se sentó en la recepción esperando de la planta baja a esperar a la hora antes de subir. Leyó el panel de información: tres auditoras, una financiera, dos despachos de abogados de renombre, una consulta médica y las oficinas en las que había sido citada. Se había vestido a conciencia, con cierto rigor. Una chaqueta negra conjuntada con el único vaquero decente que el quedaba y el pelo rojo recogido en una coleta alta. Estiró la manga hasta cubrir el tatuaje que le recorría las muñecas. A los muertos no les importa nada el aspecto con el que uno se presenta, pero al vivo que los gestiona seguro que sí. A la hora subió, miró a su alrededor mientras una secretaria le tomada sus datos. Una decena de personas esperaban la misma entrevista, con la ropa y los zapatos tan gastados que alguien habría podido pensar que ese era uno de los requisitos para acceder a aquella cita.
Entró la quinta. Salió con el trabajo y con el corazón vuelto entro en el bar de la esquina, deshacerse la coleta y pedir un café con leche con un cruasán. Nunca los muertos le parecieron algo tan de agradecer.
Su relación con la muerte había sido lejana. El fallecimiento de su abuelo, el único que conoció, le cogió en Holanda saltando de piso en piso, de comuna en comuna, persiguiendo a aquel tipo que le costó una crisis nerviosa. Su primo Juan se lo quitó de en medio una sobredosis un verano tonto de Madrid, apenas le recordaba. Sus muertos eran pocos y poco relevantes. Nada se había movido con la desaparición de ninguno de ello. Ni una diminuta sacudida en su existencia. La nada más absoluta.
Al siguiente lunes, al llegar se abotonó la bata, abrió la pomada y se la frotó bajo la nariz, como le habían explicado. Era su primer día de trabajo. Sobre la camilla le esperaba una criatura de unos tres años, unas costuras le recorrían el pecho. Se había ahogado hacía dos días,no le contaron nada más, no necesitaba saber nada más. Se lo adjudicaron porque sobre la mesa todos los muertos son cuerpos por igual y los niños, sin las huellas del paso del tiempo, siempre son más sencillos de arreglar. Se rompió por dentro.
Anita Noire