LLuvia torrencial.
Lluvia torrencial caía sobre los campos, convirtiéndolos en un barrizal que hacía que los pies se hundieran en este e impedía avanzar al burro de Juanito, que torpemente se bamboleaba amenazando con arrojar las alforjas que transportaba. Juanito era un muchacho normal, estaba enamorado de la linda Fulgencia, a la que pretendía comprarle un hermoso anillo de compromiso una vez vendiera todas las botellas de vino que transportaba su jamelgo (una suerte de Rocinante escuálido y desangelado que apenas podía con sus propias costillas). Juanito no era un chico de posibles. Mas al contrario, había vivido toda su vida en la más absoluta de las miserias desde que su padrastro echó a perder el pequeño negocio de su madre y lapidó sus pocos ahorros en vino picado y ocasionales vulpejas de campamento. Sin embargo, si algo caracterizaba a Juanito y por lo que era conocido sobradamente era por su gran talento jugando al mus y apostando. Las apuestas pocas veces le salían bien, de ahí que no pudiera agasajar a su amada Fulgencia como merecía, pero en las escasas ocasiones en que una buena mano asomaba a su suerte lograba darse a él y a su amada al menos un día lleno de extravagancias en las lujosas calles de su ciudad.
Pero no eran solamente dos personas en aquel matrimonio sino tres, aunque eso solamente lo sabía la mujer. Hacía unos años, una buena mañana de invierno, un día lluvioso y gris, azotada por hambre, decidió robar una tarta de queso en una panadería local. Una vez hecho el hurto, al no poder cargar con la culpa del delito, se dirigió a la Iglesia más próxima. Ya dentro del edificio, con lágrimas en los ojos y el pecho oprimido se arrodilló al lado del confesionario y le confesó todo al sacerdote. Él, que también había tenido sus deslices culinarios la compadeció, y no le impuso más penitencia que pasar adentro del confesionario…
– ¿Así, padre? Preguntó ella con dificultad, tras un breve lapso en sus quehaceres.
– Con más cuidado, hijita, y no llores, que me mojas los…
Terminada la «faena», ella se encaminó por una accidentada calle cercana, llevando consigo la tarta. En ese momento, y como iba algo atolondrada, se chocó con una vecina que iba en bicicleta y que le hizo caer de bruces sobre la tarta de manzana. Fulgencia sintió un estremecimiento helador al ver la tarta de manzana machacada por completo entre su ropa y el suelo encharcado. No solo había tenido que echarle gotas en los ojos al cura para purgar sus pecados, sino que el fruto de su cleptomanía se había echado a perder. Sin embargo, tomó aire y se recompuso o lo haría, si no tuviese el hueso de la espinilla asomando entre la piel a causa del golpe.
Pero al final Fulgencia se recompuso, se limpió la falda, sacudiendo el polvo con las manos, hizo un gesto coqueto y digno e intentó caminar, pero no podía. La loca de la bicicleta ya estaba lejos y no pensó en parar y pedir disculpas, pero entonces un amable y apuesto joven se acercó, la rodeó del brazo y la ayudó a caminar pasito a pasito; le preguntó dónde vivía y Fulgencia se lo dijo. Cuando llegaron vio una pobre choza y sintió pena por ella; comprendió que no tendría nada para comer, recordó la tarta aplastada y sucia en el suelo y cómo Fulgencia le había echado una última mirada nostálgica mientras se alejaba, y él tuvo una idea.
La idea rondaba por su cabeza hacía meses, solo la presencia de Fulgencia le había hecho descartarla, no definitivamente pero sí de forma puntual, una especie de prórroga. Pero ahora Fulgencia se había ido, y sería libre para consumar lo que durante tanto tiempo había estado pergeñando: el apocalipsis zombi. Así que el joven que la había llevado hasta su casa se levantó, porque tenía un plan. Le dijo amablemente que iba a encargar la cena, porque era tarde para cocinar. Fulgencia se sentía atraída, así que, coqueta, sonrió y se acarició el pelo, y él salió a hacer esa llamada.
Cuando volvió llevaba paquetes de comida de un restaurante japonés, los dejó sobre la mesa, y mientras Fulgencia colocaba las viandas en bandejas y platos, él le mordió un brazo. Fue inesperado. Ella chilló, le miró aterrorizada y vio una expresión desconocida en su cara. Estaba con la mente ausente, parecía un zombi.
-¿Qué haces? Dijo Fulgencia con horror. Él la miró fijamente mientras acariciaba su brazo.
– Fulgencia, te quiero… es un amor carnal, pero es amor.
Ella le siguió mirando fijamente, mientras al mismo tiempo que el horror, sintió que le invadía un sentimiento extraño, confuso, inesperado. E incluso le entraron ganas de bailar una sardana y comer unos boquerones en vinagre. Ella no sabía bailar, pero él muy amablemente se ofreció a enseñarle y ella le majó los juanetes ¡Ups!
– Creo que me sangran los pies, deberíamos buscar un podólogo.
Se dirigieron al podólogo, pero cuando iban de camino, un vampiro olió la sangre y le salió al paso, mirando lujuriosamente a ella y con hambre a él. Se sobresaltaron ante tal visión, pero no podía huir porque los juanetes sangrantes dolían.
Estallaron sus globos oculares y una horda se aprestó a bebérselos, Pero de pronto el cielo se entristeció y cayó la lluvia con furia (a los caníbales no les gusta el agua).
– Primavera de mierda… mascarilla fantástica…. ¿y la tica… ya no viene? lentejas de Málaga.
– La Tica al final no vendrá, pero viene mi prima, la del pueblo la que hizo fortuna promocionando queso fermentado, que luego los franceses llamaron de ‘Roquefort’.
– Roquefort fue el mote que le pusieron la señorita Clara y su prima al mentor que le puso su tío en Francia en el libro «La Sombra del Viento».
La señorita Clara no era la prima de Heidi, esa se quedó en las montañas. Esta era amiga de Fulgencia y muy arpía, que lo sabe Doña Adela de buena tinta.
Niebla, el perro del abuelo, se quedó en las montañas esperando el regreso de Heidi y a su amiga Clara que estaba en tratamiento para recuperar el caminar.
Fulgencia era una chismosa y se la pasaba contándole a Clara los chismes del pueblo, La pobre Heidi pasaba puras vergüenzas.
El abuelo no sabía dónde meterse cada vez que iba al pueblo, todos lo veían feo.
Mientras tanto, Pedro se la pasaba cuidando a las cabras del abuelo y la abuela para ganar mucho dinero y comprar lo que más deseaba en el mundo… un Porsche GT última generación, con propulsión a chorro y porta vasos. Pero Pedro no las subiría a su Porsche porque solo es para dos personas, y porque es envidioso.
Una ventisca, cruel, plagada de palomas; se dirigían raudas y volátiles hacia el Porsche, que era un error de la naturaleza. Y a lo lejos truenan los rayos y los tambores es el Ragnarok que incipiente avanza, un derrotero largo rumbo hacia el Porsche.
Pedro, como todo pastor experimentado, prendió el escudo protector del auto, subió a blanquita, su oveja favorita, activó las alas y la propulsión a churro digo chorro, y se fue de la zona de las palomas asesinas y los truenos, a la velocidad del sonido, y entonces…
– UGHHHHH, blooogggh Juanito despertó con las tripas revueltas y un tremendo dolor de cabeza. ¡Maldita sea! Se había bebido todo el vino y le había sentado fatal. Ahora temblaba de miedo pensando en cómo reaccionarían su padre y esposa cuando volvieran a casa.
«Me van a inflar a hostias, y con razón», pensó totalmente descorazonado. El burro, sin embargo, rebuznó satisfecho.
[FIN] Gracias a todos por participar.
*Una historia que se creó a base de frases aleatorias aportadas por los usuarios del canal #literatura de IRC_hispano durante un fin de semana.
Menudo trabajazo el que has hecho, enhorabuena!!!