Cuentos estivales (XXXIX)
Los baños
-Los hombres y las mujeres ocupaban casetas distintas en el balneario, salvo que fuesen matrimonio o una sola familia. Aquello tenía su importancia, amigo Cholo, pues las reglas de moralidad eran muy severas. -Me comenzó a decir mi pupilo anoche.
Cuando, tras de cambiarte y vestir el bañador, comenzabas a descender por las escaleras hacia el mar, se disfrutaba de una sensación muy placentera porque, en el Mar Menor, ni aún con los mayores vientos, se produce un gran oleaje. En condiciones normales del baño, se oía un lento “chop…chop” del golpear de las pequeñas crestas de las olas en las escaleras. Por el lento movimiento de sus aguas, la temperatura -especialmente en la tarde que es cuando íbamos a bañar- estaba deliciosa. No producía sensación de cambio térmico. Y, el capuzarse en aquellas aguas tan trasparentes, era un deleite.
El abuelo Basilio y el tío-abuelo Emilio, disfrutaban tanto como yo, que era un niño, porque eran verdaderos baños privilegiados. La arena del fondo era muy rica en yodo, por lo que era bueno el frotarse los dientes con ella y enjuagarse con el agua del mar.
Durante el baño, buceaba para ver caballitos de mar o peces que abundaban en la zona, como lisas y zorros. Fíjate, buen amigo: desde uno de los ventanales de aquel balneario, estrené mi primera caña de pescar y capturé el primer pez de mi vida. -Me dijo mi pupilo con tono de añoranza. Eran pues las aguas tan limpias y de temperatura tan agradable que no pueden olvidarse aquellas sensaciones.
Y es que apenas navegaban barcos motorizados. La vela o el remo eran sus tracciones habituales y ello impedía la contaminación por restos de hidrocarburos.
Luego, al empezar a caer la tarde, después de un buen rato disfrutando del baño, regresábamos a la caseta y nos despojábamos de aquellos bañadores de tirantes los varones y de faldilla las mujeres, que dejaban ver la desnudez de poco más allá de los brazos y nos despedíamos del balneario con una sensación de fresco excepcional.
De regreso a casa, volvíamos un poco cansados, y, cuando se encaraba el camino de tierra a Los Antolinos, se tenía la sensación de haber disfrutado del paraíso, mientras cantábamos “Doce cascabeles…”
Tras un buen enjuague con agua dulce para desprender la sal de nuestros cuerpos, llegaba la cena y, después de ella, pese a que la reunión en el atrio, con partida de tute, no se perdonaba, he de confesar que quedaba rápida e irremediablemente dormido en una pequeña mecedora réplica de las de adultos, pero que era adecuada a mi tamaño corporal. Aquellos episodios, agotaban a mi ser infantil. -Ha terminado mi pupilo de decirme, mientras se le cerraban también los ojos por cansancio.
(Continuará…)
Gregorio L. Piñero
(Foto: mi pupilo tomando un baño en uno de los balnearios).