Cuentos estivales (XIV).
Los Gallinos
-Todas aquellas casas, en sus traseras, tenían un espacio cercado con altas vallas que llamaban el “descubierto”. Disponía un gallinero, una zona para las conejeras y otra para las cochineras, pues era obligado el criar gallinas, pavos, conejos y cerdos, para mantener una razonable fuente de proteínas de sus habitantes. También solía dar acceso a las caballerizas. –Me explicó mi pupilo.
A las aves (gallinas, gallos, pavas y pavos, fundamentalmente, aunque en ciertas ocasiones hubo algunos patos), se les alimentaba con el “salvao”, que no era sino una especie de pienso natural elaborado artesanalmente, con el salvado de granos de cereal como el centeno, la cebada, el maíz e, incluso –aunque en menos cantidad- trigo. También se les arrojaba granos de cebada directamente, sin elaborar. Pero, lo que esos animales más disfrutaban era el picotear en los alrededores del cortijo toda clase de insectos: sanagustines, larvas de moscas, hormigas, lombrices, gusanos de todo tipo, arañas, grillos, chicharras, caracoles… Y era esta última alimentación la que le daba ese sabor único que tienen, tras cocinarlas, las verdaderas aves de corral.
Después de desayunarse bien temprano, se abrían las puertas de los descubiertos y todas aquellas aves, a las que se les llamaba en su conjunto “los gallinos”, salían no sin cierto orden para buscar comida en aquellos ejidos y traseras. Y entonces era cuando los zagales aparecíamos con más protagonismo, porque nos encargábamos de vigilarlos, especialmente a los pavos, que eran más atrevidos y se alejaban más. Así que nosotros, provistos de unas cañas largas, les azuzábamos para que regresaran a la zona de control, cuando alguno se aventuraba más allá de lo razonable.
-Y es que los pavos eran los más indómitos -afirma mi pupilo. Y de difícil reproducción, porque ls pavas soltaban los huevos donde se les ocurría y había que estar atentos para recogerlos y ponerlos en el nido que se les preparaba para su incubación.
Precisamente, mientras los animales estaban fuera del recinto, se aprovechaba para coger los huevos puestos por las gallinas durante el día y la noche anterior y limpiar un poco el gallinero.
-Solían haber dos o tres gallos, de los cuales uno era dominante. De un tamaño considerable, era el verdadero dueño del corral. Solían ser de raza alsaciana (llamadas de “perdiz”), con un plumaje ocre oscuro y amplia y majestuosa cola de un negro con destellos azulones o verdosos. Podían alcanzar los 4 kg. Y se les quitaba las plumas de las alas pues eran muy voladores.
También –lógicamente- había gallinas de igual raza, pero también las había blancas, conocidas como “americanas” que eran las más ponedoras y de unos huevos blancos sabrosísimos. Su raza es la Livorno. Por último, también solían criarse gallinas castellanas, de plumaje negro y andaluzas de capas moteadas en blanco y negro o “franciscanas”.
En cuanto a los pavos, eran fundamentalmente negros, de raza conocida como “española”, aunque también podía haber algún blanco, que eran más pequeños y, los más codiciados, que eran unos pavos de plumaje jaspeado con plumas blancas y negras superpuestas unas a otras, entremezcladas con grises, dándole un aspecto especial y atractivo. Se les llamaba los “pizarra”.
Cuando el calor comenzaba a apretar, las gallinas y pavos, regresaban rápidamente a la búsqueda de la sombra de sus gallineros y a beber el agua fresca de que siempre disponían en recipientes bebederos, que se hacían con los más dispares e inimaginables utensilios: una lata de pandereta que contuvo atún, el fondo de un cántaro o de una tinaja que se rompió… Algún viejo pilón…
Quedaban allí encerrados hasta que, al empezar a caer la tarde, se volvían a dejar salir, regresando al anochecer.
-Y nosotros, Cholo, nos sentíamos muy importantes por desempeñar la responsabilidad de cuidar a aquellos gallinos. –Me ha dicho mi pupilo.
Aunque, en verdad, ellos sabían entrar y salir de sus propios corrales sin que necesitasen mucha ayuda nuestra. Era curioso: los pavos de distintas casas se juntaban a picotear en un mismo grupo, haciendo un solo tropel. Pero a la hora de regresar, cada uno sabía volver a su propio corral. Rarísimo era que se introdujere alguno de ellos en el recinto del vecino.
-Para hacerles obedecer y atendieran a las órdenes, se les gritaba ¡pita, pita-pita-pita, piiiita! Y reconocían que habían de volver a casa. ¡Qué maravillas rurales, Cholo! Hubieses disfrutado.
Y la verdad es que sí. Me hubiese divertido correteando tras de aquellos gallinos en esos veranos tan llenos de aventuras…
(Continuará…).
Gregorio L. Piñero