Los invisibles. Por Anita Noire

Los invisibles

Los invisibles

«Cuando me dice chúpamela en realidad quiere decir que todo esto es un circo, cariño, que les den a esos cabrones».
Merrit Tierce. Que me quieras

Lo hago tan rápido como puedo, le digo al supervisor. Nos hemos sentado en la misma mesa del comedor de empleados. Comemos lo que traemos de casa, no gastamos ni un solo penique en las máquinas que hay por los pasillos, ni tampoco en la cantina a la que acuden los ejecutivos. Somos los invisibles, los que recorremos, tan rápido como podemos, todo el edificio. En nuestros carros cargamos la correspondencia, los expedientes con los que todos ellos trabajan, pero no nos ven. Nunca nos juntamos con ellos y solo, de vez en cuando, al entregar alguno de los bultos en la recepción de la planta de destino, una secretaria levanta la cabeza y nos dedica una sonrisa tan mecánica como triste. Mi supervisor me dobla la edad, tiene ya un nieto, al que me muestra en su teléfono móvil . Dice que no debo preocuparme, que trabajo bien y no he tenido nunca ningún tropiezo. Le ofrezco unos pastelitos que preparé durante el fin de semana, pero me los rechaza con amabilidad, dice que intenta mantener la línea porque quiere conservar su trabajo. Los invisibles también debemos mostrar un aspecto saludable, aseado y medianamente distinguido, aunque nunca nos mire nadie. Estoy nerviosa porque hoy finaliza mi periodo de prueba. Seis meses de recorrer durante ocho horas al día las veinticuatro últimas plantas que ocupa la firma en el edificio. Ocho horas a las que tengo que sumarle tres más, que son la suma del tiempo que preciso para cruzar la ciudad de una punta a otra. Así que mi vida se reduce a levantarme e ir a trabajar, trabajar y volver a casa,  para terminar tirada en la cama, tan agotada que soy incapaz incluso de cenar. Nunca lo hago desde que empecé a trabajar allí. Trabajamos por turnos y yo he tenido suerte. Mi horario me permite entrar a una hora decente, justo después de comer, y salir cuando aun puedo coger el metro, transbordar al ferrocarril y pasar por el colmado a comprar algo para el gato. Él es el único que cena con regularidad y que tiene su cama limpia cada día.

Al llegar a casa, lustro los zapatos con esmero, les saco brillo y los vuelvo a colocar en la bolsa donde los llevaré hasta la puerta de la oficina y allí, cuando deje mis pertenencias en la taquilla: mis deportivas, mi bolso, mi teléfono, me los colocaré, pese al dolor en el empeine de andar con el día con ese medio tacón que me mata. Y me olvidaré de todas mis cosas, de poder contestar cualquier mensaje que haya recibido durante las horas de trabajo.  Solo una fiambrera, con algo para merendar, atravesará la puerta del vestuario, y la depositaré en la sala del personal invisible, donde quedará esperando mi media hora de descanso. Allí, lejos de los flexos, nos relajamos, nos quitamos los zapatos de uniforme o que debemos vestir y estiramos los dedos de los pies como si fuéramos bailarines preparándose para el próximo estreno.

Al llegar, he encontrado una nota en mi taquilla, recordándome que antes de marchar debo pasar por recursos humanos. Me angustia la idea y me aprieta la necesidad de mantener el trabajo por eso intento desechar la idea de que soy un peón sustituible . Necesito el trabajo y eso me seca la garganta, por eso arrastro el carrito como si no me pesaran los veinte kilómetros, sin contar los tramos de escaleras, que llevo caminados.  Miro el reloj, me duelen los pies, la garganta me arde y siendo la necesidad de beber algo, pero no puedo volver a la sala del personal, me separan quince plantas que no puedo desandar. Me paro en el piso treinta y seis, el último de los veinte que ocupan los que me dan de comer, y cojo un vaso de plástico de la fuente de agua mineral a la que no tenemos derecho los invisibles. Pero el agua es agua, tan incolora, tan inodora y sin sabor como solo el agua lo es, y el agua, nunca se le puede negar a nadie por poco que se le vea. Pero aún así, bebo ,disimulando, en una esquina.

Anita Noire

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