Mascarilla sobre máscara.
Cuando repasamos fotos de hace años, no nos dejamos llevar por lo que expresa la foto, sino por el recuerdo de lo que sentimos
Se trataba de una foto en la que ella mostraba una amplia y luminosa sonrisa. «Eso es lo mejor de la foto –le dijeron unas amigas—, sobresale más que el propio paisaje, y mira que es bonito. Se nota que estás feliz». Ella sonrió levemente y les explicó que minutos antes de la foto acababa de coprotagonizar un altercado de aúpa con su marido, con el que había iniciado trámites de separación, pero esa fotografía se estaba realizando en un lugar especial, y era una instantánea para que la vieran sus hijos. Así que sonrió a la cámara como si, en realidad, les estuviera sonriendo a ellos mismos, por encima del dolor que la estaba mortificando en ese momento.
Es curioso que cuando repasamos fotos de hace años —al menos eso me sucede a mí y, según he preguntado, a muchos amigos y conocidos también— no nos dejamos llevar por lo que expresa la foto, sino por el recuerdo que nos trae a la memoria de lo que sentimos en aquellos momentos. Una amiga me confesaba que no sabía cómo había podido sonreír para las fotos el día de su boda, porque acababa de salir, después de estar toda la noche en Urgencias con un cólico nefrítico, para enfundarse el vestido de novia. Ella lo sabía, y las fotos, por años que pasaran, siempre le acercaban a aquel momento de angustia vivido. Sin embargo, cuando se lo decía a sus hijos, estos le comentaban que se la veía muy guapa y radiante. Que, probablemente, el paso de los años le estaba haciendo que exagerara la cosa. O sea, que la sonrisa había funcionado para el propósito que se requería.
Y quizá, ese afán de disimular, de evitar que la instantánea delate el mal momento que atravesamos, no sea más que el deseo de que, aun a pesar de que nuestra memoria nos lo escupa a los ojos cuando las miremos, quede oculto para el resto del mundo y, sobre todo, para el paso de los años.
Eso lo saben los buenos fotógrafos (como lo era mi padre), que intentan captar en la foto el momento y al alma de sus protagonistas. Por eso disparaba sin avisar, sin esperar a que los fotografiados se pusieran en pose o incluso en el descanso entre pose y pose porque —con la bajada de la guardia— era cuando afloraba el verdadero gesto. Pillarlos desprevenidos, resoplando por el esfuerzo del trabajo o mostrando en el rosto la emoción del momento es el propósito de una buena foto.
Pero ahora las redes están inundadas de fotos de chicas, clones todas ellas de sí mismas, que ponen morritos en cada una de las imágenes que se toman a cada momento y de chicos con las lenguas como corbatas y un mismo gesto en sus manos mostrando el pulgar y el índice en una despersonalización total y absoluta. Máscaras asépticas e inexpresivas o, en todo caso, manifestando, como las fotos de la boda de mi amiga, una felicidad impostada. Pero las disparan a todas horas, en todo momento, y se las envían unos a otros en un bombardeo incesante de mostrar algo que no muestran: sentimientos reales. Y viviendo exponiéndose de continuo en las redes con tal de recibir la aprobación de un puñado de desconocidos. Y, por otra parte, sin vivir el momento presente si no es a través de la pantalla de un móvil.
Una buena foto narra con detalles toda una historia. Una sonrisa espontánea, verdadera, cuenta también la autenticidad de un instante suspendido para siempre. Incluso una sonrisa forzada oculta su propia historia. Lo que paradójicamente ocurre ahora, con las mascarillas, es que, cuando la sonrisa no es auténtica, en lugar de tapar, destapan el fingimiento, porque los ojos, que sí se ven, no sonríen, no acompañan. Y entonces la máscara queda al descubierto justo por el uso de una mascarilla. Aunque, cuando los ojos sonríen, no hay mascarilla que oculte la sonrisa de la boca.
El hecho cierto es, que aunque la mascarilla delate la verdad de nuestra sonrisa, con el uso se nos llena de colonias de hongos y bacterias y hay que cambiarla, lo cual no ocurre con la máscara que adherimos a nuestro rostro y se comporta como una segunda piel, que podemos pasearla, exhibirla de por vida sin que muchos lleguen a conocer el verdadero sentimiento que se enmascara (nunca mejor traído el verbo) tras esa máscara.
Ana Mª Tomás
La verdad.es