Asesino de poquito
En su última hora en el corredor de la muerte, Willy El Tejano recibía la absolución de manos del capellán de la cárcel y a continuación el viático que simbolizaba la bendición de la Iglesia ante la pena de muerte. Minutos antes había confesado, con gesto sincero, entre lágrimas, su arrepentimiento por violar los derechos humanos más elementales. En su conciencia pesaba la muerte de un elegante señor que, sin mirarle, le negó una limosna, empujándole con desprecio; gesto fatal que le costó la vida a manos del ofendido tejano. Sin embargo, Willy no se arrepentía de su delito, se arrepentía de ser responsable de la barbarie cometida contra un solo ser humano: había sido un asesino de poquito y entendía, por ello, su condena. De haber sido responsable de arrasar ciudades y de horrendas muertes contadas por cientos de miles humanos –como hizo Harry, el omnipotente hombre de Missouri, sin mancharse las manos; una orden, una firmita y listo–, Willy sería famoso; el mundo le recordaría con monumentos y museos como los dedicados al gran Harry, por su épica decisión del día 6 de agosto de 1945.
–Fue un error imperdonable. Merezco la condena. Quítenme la vida. No merezco vivir. Soy un asesino de poquito –confesaba, entre sollozos, completamente arrepentido de su error de cálculo que cambió gloria y fama eterna, registrada en libros de Historia, por una «muerte legal» y anónima, sin funeral de Estado celebrado en una catedral, ocurrida a las ocho y cuarto de… ¿hoy?, 6 de agosto de 2017.
Catalina Ortega