Bodas de Plata
Te lo dije; te dije que te abrigases. Hacía mucho frío aquella maldita mañana de domingo, 18 de diciembre. Fue el frío del invierno el que te encogió el corazón como un avariento puño cerrado, negándose a latir; a darte un milisegundo más de vida. He venido hasta aquí; hasta el sauce que, en su savia, guarda tus cenizas. El árbol me acompaña, con sus lágrimas vivas, a llorar tu ausencia en cada primavera. Hoy he venido a contarle a él –tú, ya, lo sabes– la ceremonia de nuestras bodas de plata: entré en la basílica ante los acuosos y atónitos ojos de familiares y amigos presentes, que sólo me veían a mí, con la mano extendida y la mirada plena de emoción –vuelta hacia ti, visible sólo para mí–, vestida con el mismo remozado traje blanco de hace 25 años, recorriendo la alfombra hasta el altar, donde nos dimos el «Sí quiero». Los invitados siguieron, con miradas de agua, mis solitarios pasos hasta el reclinatorio. Ellos no podían verte. Yo, tomada de la invisible mano, sentía tu feliz presencia a mi lado. Volvimos a jurarnos amor eterno. Hemos cumplido el juramento: Muerte rige a Vida, Amor… a Muerte. Tu amada imagen, para asombro y alborozo de los presentes, confirmó tu asistencia a la ceremonia, apareciendo en todas las veladas fotografías, cual ectoplasma.
Vivimos en la sociedad Virtual donde no existe la muerte. Seguimos unidos on line «En La Nube».
Catalina Ortega Díaz