Hay momentos en que el vicio te domina, pero es como entregarse a un sueño. Mientras te abstienes, durante todo ese tiempo, sueñas con no hacerlo, con dejarte ir, con liberarte de tus propias trabas. Sueñas con ese otro tiempo dorado en que harás lo que te apetezca, y lo que más te apetece es encontrar un lapso grande de tiempo y beber. Tal vez al principio, cuando se abre una oportunidad de ese tipo en tu vida (pocas veces, afortunadamente) te lo tomas con moderación, no es cuestión de acabar en dos tragos la botella. La disfrutas, te regalas tiempo, sentándote a admirar la delicada melancolía de la tarde, el fascinante vestido que hoy trae la noche. Todavía no has roto el cuadro de costumbres que rige más o menos tu vida. Respetas moderadamente las horas y no alteras gravemente los capítulos. Pero es inevitable que llegue lo que ha de llegar cuando no paras. Y no estás dispuesto a parar, porque ya soñaste mucho tiempo con no hacerlo, ya te prometiste que, llegado, harías lo que te apeteciera. La borrachera. El sube y baja. Flotar en la deliciosa cresta del alcohol, estrellarse en sus ácidas consecuencias. El día no es día por entero, ni la noche lo es tampoco. Uno tiene oscuridades insondables y la otra luces que parecen inmarcesibles. La tarde suele deshilacharse. Temprano sencillamente no existe. Cuando estás, tienes un lógico deseo de salir: la situación amenaza tu salud, más que nada porque aún te queda un resquicio de miedo a la muerte, pero piensas que te vas a disfrutar la enfermedad mientras dure, aunque te de un empujoncito hacia aquella, así que continúas dejándote ir en el sube y baja. Sube y baja. A veces, en el delirio, te asalta la sensación de que alguien te escucha, y te comprende.
Manuel de Mágina