Frente a noticias de aquel calibre nunca sabía si debía alegrarse o si por el contrario era mejor mostrarse contenido y esperar a estar solo para desbordarse. Aquello era lo que su madre le repetía desde siempre, aunque no sabía bien qué quería decir. Aquella idea, machaconamente repetida, le había vuelto reservado. Siempre le habían inquietado los que se mostraban excesivos, los glotones de helados enormes, los que repartían guantazos a los más enclenques durante la hora del recreo, y todos aquellos a los que no comprendía. Missy, a los ojos de cualquiera, también podía parecerlo. Pero era un gran día y nada lo podía cambiar. Para él era perturbadora, enorme en su naturalidad. Saber que había aceptado integrarle en su equipo de estudio era algo increíble. Siguió leyendo como si no pasara nada aunque, desde hacía unos buenos minutos, ni uno de los renglones que intentaba reseguir con el dedo índice parecía recto. Las letras se confundían unas con otras, un borrón oscuro en mitad del papel.
Hacía una semana que había cumplido los trece y, desde entonces, el mundo parecía un poco más raro. Aquel día Missy le besó en la mejilla, le deseó que tuviera un día feliz y salió corriendo. Siempre corría, aunque no tuviera que ir más allá de la cerca de la escuela. Desde entonces, cada vez que la veía, el bum, bum de su corazón parecía un jilguero aleteando, intentado buscar una ventana por la que salir. Su mano se iba al pecho para intentar que siguiera ahí.
Ya no había vuelta atrás; al verla, su contenida presencia le transformaba en un bucanero, en un capitán pirata en busca del pupitre más cercano.
Anita Noire