«Cuando somos felices no nos damos cuenta, eso también es injusto.
Deberíamos vivir la felicidad intensamente y tendríamos que poderla guardar
para que en los momentos en que nos haga falta pudiéramos coger un poco,
del mismo modo que guardamos cereales en la despensa
o recambios de papel higiénico por si se acaba, ¿entiende?».
Mientras sesteaba en el sofá, al socaire de un calor que amenaza con exterminarnos, no he podido evitar recordarle. Sospecho que está vivo, aunque no sé si lo hace bien o mal.
El calor ha llegado de un modo súbito y, un día tras otro, el bochorno nos anega, nos trastorna, nos empapa la ropa y nos asfixia ralentizando cualquier idea que, al final, muere ahogada entre sudores extremos.
Voy hasta la cocina, saco una botella de vino blanco y un vaso que guardo junto a ella para momentos como éste. Salgo al patio buscando una mínima brisa. El cielo está despejado pero no corre nada de aire. Me siento en el escalón, apoyando la espalda contra el murete y cuento, uno tras otro, los minúsculos granos de cemento que recubren la pared. No podría decir si son diez, mil o cinco mil. ¡Qué más da!
El último sol me devuelve mi sombra proyectada y una imagen deformada de mis muslos, de mi tripa. Me he convertido en una caricatura un tanto idiota, con una barriga tremenda y un cabello revuelto como un nido de armadillos. Me da la risa. Una gota de sudor cae sobre la falda y en el cerco que deja descubro un mar oriental.
El ánimo no me pesa, pero debe ser esos últimos rayos de la tarde, abrasadores en exceso, que me devuelve la indolencia de su propio estado conmigo. Desde el patio de al lado llegan las notas de un piano. Un instrumento que casa mal con las tardes de verano. Pero ahora cabe todo y los atardeceres como éste engendran ensoñaciones silenciosas que se balancean al ritmo de los acordes de vecinos generosos.
Brindo por mi vida, por la suya, por la que se extravió por el camino y por todas esas cosas que nunca te dije.
Anita Noire