Simulaban sus ojos unos pequeños y oblicuos navajazos, asestados con acierto en una lata, y por eso parecía mirar todas las cosas con una leve y seductora miopía.
Cuando brotó la confianza y me hizo algunas confesiones, descubrí que ella siempre supo cuándo moriría. Por eso insistía en volver a su mar y a sus montañas. Por un breve periodo, me decía, para despedirse de todo lo que un día la vida la obligó a dejar atrás.
Pero creo que, en el fondo, regresar de nuevo a ese lugar después de tantos años suponía para ella una manera de marcharse ya para siempre. Igual que hacen los elefantes que han rebasado el medio centenar de años, cuando presienten que ha llegado su hora porque sus dientes, ya sin vigor, apenas pueden masticar el forraje que les ofrece la tierra. Y entonces abandonan la manada, adentrándose en lo más recóndito de la sabana para allí morir en soledad y en silencio, lejos de los otros.
Un día, acarreando una liviana maleta, se marchó, asegurándome que pronto volveríamos a vernos. Pero nunca regresó.
Ahora, al recordarla, no puedo dejar de pensar que, en realidad, la vida se mostró finalmente tan generosa con ella que terminó otorgándole el poder de disponer a su voluntad sobre la oportunidad y conveniencia de decidir cuándo habría de llegar ese día. Por eso, y aun sin ninguna razón aparente, siempre sonreía graciosamente, con sus ojos certeramente acuchillados, con esa mueca indeleble que el poder y los buenos propósitos suelen dibujar en el rostro de algunos seres humanos.
Juana Fuentes
Magnífico. (¿Para qué más?)
Querida Elena, me honras y esponjas con esa solitaria y regia palabra.
Mil gracias y mil besos.
La vida es tan generosa con nosotros que a veces nos permite elegir como marchar.Precioso texto Juana. Un besazo
Gracias, querida amiga. Gran virtud ésta de la generosidad. Y si es la vida la que se muestra generosa, para qué pedir más.
Muchos besos.