EL ANGEL DE LA PRINCESA LAPIDADA. Por ISIDRO R. AYESTARAN


Hola Princesa:
Permíteme que te llame así a partir de ahora. Es algo que te mereces después de haber leído tu carta, aquella misiva que me escribiste mientras le gritabas al mundo tu impotencia, tu rabia y tu incomprensión. He de decirte que aquellas tus últimas palabras las tengo grabadas a fuego en mi alma y en mi corazón, y que es mi empeño el transmitirlas al resto del mundo, a todos los seres humanos de bien que aún pueblan este mundo podrido y carente de sentimientos y que lloran, junto a mí, por tu horrenda muerte, por tu aciago destino, por tu cruel tormento y por tu corta vida. Muy corta, mi princesa. Excesivamente corta…
Me dices en tu carta que te encontraste rodeada de aquellos que, apenas unas horas antes, te habían sonreído al saludarte, te habían besado en las mejillas mientras te preguntaban por tus cosas, te atusaban el pelo y te hacían carantoñas. Y que tú allí, entre todos ellos, comprobaste con miedo y angustia que fuiste acusada y sentenciada por gente carente de todo juicio que te apaleaban sin piedad alguna y que iban descargando en tu frágil cuerpo de diecisiete años golpes terribles y certeros que ibas soportando a medida que la respiración se te iba acortando… Llegaste a sentir, incluso, las primeras piedras sobre tu cabeza al tiempo que los latidos de tu corazón se movían a un ritmo peligroso que anunciaba un final tardío de horrorosa agonía. Pero todo eso no fue lo peor, princesa. Ni sus gritos de odio, ni su fanatismo arcaico ni su ira incontrolada pudieron con la terrible desilusión que sentiste al comprobar cómo tu propio padre, acompañado de tus hermanos, también estaba allí, con todos ellos, siendo cómplices de tan macabro final. Y entonces, la sangre que cubría tu rostro dejó paso a las lágrimas que terminaron por nublarlo todo en tu alrededor. Aquello fue lo definitivo, princesa. Aquello sí fue el final…
En alguna parte del mundo, mientras tú morías a manos de tu pueblo, las nubes descargaron granizo y fortísimas tormentas; en las playas, el oleaje llegaba a su destino de manera incontrolada; incluso la noche llegó mucho antes en zonas que aún no la esperaban… Y es que algo cambió para siempre en el mundo en aquel preciso instante en que tú te convertiste en un ángel que lloraba soledad mientras los tuyos justificaban tu asesinato en nombre de su falsa religión y sus absurdas creencias. Todo mentira, princesa. Aquello en lo que creen y adoran de manera incontrolada y, según ellos, fervorosa, no es más que el sinónimo del egoísmo y la mezquindad elevada a su más alto exponente.
Y también te confieso ahora que te tengo a mi lado, junto a mi paraíso de nubes celestes, que todo mi interior lloró también en ese preciso instante. Te lo digo ahora, princesa, mientras te retiro el flequillo que te cubre la cara y observo tus maravillosos ojos al tiempo que me dedicas una sonrisa sincera y amable. Quizá por eso, juntos, nos convertiremos en el muro infranqueable que se interponga entre los verdugos y sus víctimas. Y no nos importará en qué parte del mundo tengamos que actuar y los motivos por los cuales un ser humano ha de sufrir vejaciones, humillaciones y maltrato en el mundo a causa de su forma de ser, su religión y su pensamiento político.
No, princesa. No volveré a permitir que una vida se resquebraje a causa de este mundo loco que tiene el odio y la insensatez como único estandarte; un mundo que llama a sus habitantes a matarse los unos a los otros en nombre de las fronteras, de sus dioses, de sus religiones… Un mundo execrable que consiente y calla el que una princesa de diecisiete años muera salvajemente machacada a golpes por su familia y su pueblo.
Desde mi nube celeste, separo los brazos de mi cuerpo, humillo la mirada por la vergüenza que siento, y me interpongo entre sus piedras y tu cuerpo, entre su odio y tu miedo, entre su ira y tu mirada apagada y perdida.
Quisiera devolverte la vida que te arrebataron, pero me conformo con tener tu alma en mi nube al tiempo que me miras con un brillo especial en esos ojos que ellos no pudieron marchitar para siempre.
Sólo te pido que aguardes un instante a este tu ángel. En un rincón perdido del mundo oigo los gritos de una mujer desesperada que sufre el mismo castigo que tú. He de ir junto a ella, colocarme en el centro de la plaza, y extender los brazos para que todo mi cuerpo reciba las piedras de sus verdugos.
No te preocupes, princesa, que no tardo.
Enseguida llego con otra alma para que nos haga compañía a los dos.

ISIDRO R. AYESTARAN, 2007
www.isidrorayestaran.blogspot.com – NOCTURNOS

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