Me la encontré en el aire, sí, sí, en el aire; fue un auténtico encontronazo. Yo paseaba, mirando al cielo, pastoreando estrellas, cuando ella apareció como un fulgor precipitado hacia el abismo de un sueño roto. Sólo tuve que poner los brazos y juntos caímos enredados sobre la arena. Fue un golpe enorme; un enorme golpe de suerte, quiero decir. Ella comprendió que yo era el hombre de su vida pues, de no haber estado allí, su error de cálculo al medir el vuelo de los sueños la habría engullido en un agujero negro ad infinítum. En aquel momento supe, a ciencia cierta, que era un regalo del cielo: la lluvia de criaturas soñadoras no es habitual por esta zona de secarrales. Somos, desde entonces, un solo cuerpo. Vivo pegadito a ella; soy su guardaespaldas. Le enseño a caminar por la tierra y ella me adiestra en la inmensidad del vuelo. Me está tejiendo alas con plumas de sueños, mientras le canturreo bulerías del Manuel –ya un lucero–: Mi novia se llama Estrella y tiene un firmamento solito pa ella.
Por eso, sólo por eso;
porque la golondrina de tu alma
se vino a vivir bajo mi techo,
por eso, por eso se llama mi calle
«La Calle del Beso».
Yo soy su ancla en la tierra; ella, mis alas en el cielo.
Catalina Ortega Díaz