El organillero del Hotel Ritz. Por José Fernández Belmonte

organillo

Siempre quedaban en el Ritz; un hotel venido a menos a escasas cuadras del Zócalo de la Ciudad de México. Ella entraba siempre, discretamente, camuflada entre la marabunta humana que transita sin descanso trescientos sesenta y cinco días al año sobre la calle Francisco Madero. Ese día Carlos se adelantó. Tomó la suite que habitualmente solían ocupar todos los miércoles del año desde hacía tres. Pasaban los minutos y el organillo sonaba sin descanso como un castigo divino. Prendió la televisión pero nada le entretuvo. A la media hora el organillero seguía ahí, erre que erre, pero ella continuaba sin aparecer. En las últimas citas las insinuaciones por parte de Lupita de que aquella enfermiza y clandestina relación había tocado a su fin, parecían cobrar forma, aunque él todavía no quería hacerse a la idea e intentaba guarecerse mentalmente en otros escenarios menos trascendentales. Llamada tras llamada el teléfono aparecía desconectado. El champán francés se calentaba. Carlos maldecía al organillero mirándolo fijamente desde la ventana cuando sonó el teléfono. Por un instante pensó que sería Lupita dando cualquier escusa y citándolo para el miércoles siguiente, como aquella vez que uno de sus hijos se puso enfermo o cuando su esposo se accidentó gravemente en un accidente con su carro, pero su instinto le traicionó. Mas, sin embargo, eran buenas noticias. Otro cargamento de aguacates había conseguido llegar desde Uruapan a su destino en California sin destapar las sospechas de los agentes de la DEA que les seguían la pista desde hacía algún tiempo.
Para celebrarlo puso un poco de coca sobre la mesilla de noche, cortó dos rayas de aquel polvo infernal y con un billete de quinientos pesos la esnifó en dos tiempos. Después agarró la botella de champán por el cuello y comenzó a beber. El afamado líquido comenzó a caer por su pecho mojando toda su ropa de marca y precipitándose sobre la cama. A esa primera raya le siguieron muchas más. Lloraba y, desde la ventana, maldecía al organillero que continuaba moviendo su brazo como si le fuera la vida en ello. Se agotó el champán del mismo modo que se agotó su paciencia.
Abrió la ventana y grito: ¡Pinche cabrón, deja ya de tocar esa odiosa máquina!
-Es mi trabajo señor, debo de hacer mi turno -le respondió el organillero.
-Te he dicho que no toques más wey -le gritó Carlos visiblemente excitado.
Pero la música siguió sonando. Una música que se incrustaba en su cabeza y le roía sus entrañas podridas de droga y de dinero manchado de sangre.
Sonó el Cielito lindo: “Ay,ay,ay,ay, canta y no llores, porque cantando se alegran cielito lindo los corazones” mientras recogía del cuarto todas su pertenencias. Palpó el bolsillo interior de su chaqueta y, de un tremendo portazo, cerró la puerta.
La recepcionista le despidió: Adiós don Carlos, sin obtener respuesta alguna por su parte. Bajó los escalones de dos en dos, aún con lágrimas en los ojos y la mirada pérdida. Tampoco respondió al saludo del vigilante de la puerta. Una vez en la calle, sorteando a multitud de personas que en ese momento inundaban la céntrica calle capitalina, se dirigió directamente hacia el organillero y, sin mediar palabra, metió su mano en la chaqueta, sacó un Magnum del 44 y le vació por completo el cargador.
La gente chillaba enloquecida corriendo en todas direcciones y el viejo organillo yacía mudo sobre un gran charco de sangre al lado del malogrado organillero que a los pocos segundos ya había dejado de convulsionar.

Según declararon posteriormente varios testigos a la policía, el asesino, mientras descargaba su cargador sobre el finado, decía: Corren malos tiempos para la música, amigo. Tras lo cual, se alejó con toda tranquilidad del lugar de los hechos camuflándose entre la marea humana que transita por esa popular calle trescientos sesenta y cinco días al año.

José Fernández Belmonte

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