El silencio y la bulla. Por María Dolores Almeyda

Teníamos quince años cuando nos separamos. Y además de tener la misma edad, compartíamos gustos idénticos, aficiones parecidas en cuanto a música y literatura, e incluso nos gustaba el mismo chico que nos daba celos a las dos alternando sus salidas con una y con otra indistintamente, el muy canalla.

Teníamos treinta años cuando nos volvimos a encontrar. Ella estaba casada, tenía dos niñas, vivía cerca de mí, en otro barrio menos seguro, más hospitalario. Ella tenía una casa llena de ruidos, de risas y peleas infantiles, de silencio confortable con paz de madrugada y de amor bien ganado a base de pequeñas guerras individuales en las que casi siempre salía ganando.

Yo tenía un silencio estático y uniforme en un apartamento de lujo, un par de cigarrillos a medio consumir apagados en el cenicero de plata, una copa vacía, un libro abierto sin leer, una cama que se llenaba de apatía cada noche. Y sólo alguna vez, de vez en cuando, una pasión que pasaba desapercibida me dejaba su nombre y su teléfono en la agenda de las causas perdidas.

María Dolores Almeyda

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2 comentarios:

  1. María Dolores, como allí no he podido, te lo dejo aquí, pues tu carta a Dios me ha dejado helado.

    No soy creyente, pero daría cualquier cosa porque existiera un Dios para que solucionara esto, porque me parece que arreglo humano no lo tiene. Quizá si culturalmente la doctrina cristiana estuviera más protegida pudiera ser una solución, pero no van por ahí los tiros.

    Quizá pues, esta sea la razón de que los tiros van por todos los sitios.

    Un placer leerte, María Dolores.

  2. Silencios injustos e inmerecidos, de todo lo que pudo ser y nunca se sabe bien porque, nunca fue.

    Sin estridencias, exactamente como es el silencio, y poblado de los sentimientos que siempre viven en él, un texto soberbio.

    También leí tu carta a Dios, es impresionante.

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