Elena Casero Viana
Cuando la memoria no alcanza hasta la infancia, hasta esos años que vamos recuperando con el paso del tiempo, no tengo más remedio que recurrir a los recuerdos de mi hermana, que es como una hemeroteca andante.
Me cuentan que aprendí a leer a los tres años. En mi época, los años cincuenta, el colegio de parvulitos creo que comenzaba a los cuatro años y no era obligatorio. Como la mayoría de las madres no trabajaban fuera de casa, ellas te educaban, te criaban, te mimaban. Entre mi madre y mi hermana me enseñaron a leer en una casa que era, entonces, un caos controlado. Bajo el mismo techo vivíamos mis padres, mis hermanos y yo, mis abuelos y mi tía. Mi casa era refugio y hogar para los familiares que acudían desde el pueblo al médico, a hacer gestiones administrativas o simplemente de visita.
Mi hermana con paciencia y mi madre con su sabiduría construyeron mi mundo de palabras y de música. Mi madre me cantaba canciones antes de dormir y me contaba algún cuento. Yo era niña de poco hablar, tímida, introvertida que pasaba más tiempo observando que hablando.
Las lecturas comenzaron pronto. Descubrí en casa, en alguna estantería, los libros de mi hermana, trece años mayor que yo. Llegué a pensar que comía libros, de tanto verlos entre sus manos.
Los cuentos clásicos de Perrault, Andersen, los hermanos Grimm llenaron de imágenes y felicidad mis momentos de asueto. Los tebeos que leía mi hermana otros tantos años más. Nunca podré olvidar sus carcajadas leyendo a Rompetechos o El Quijote, aunque parezca una contradicción. Mi padre leía novelas de Zane Grey, de Marcial Lafuente Estefanía, que yo también leía de vez en cuando. Después llegaron los libros de Enid Blyton, o Richmal Crompton que todavía conservo. Siguieron los de aventuras, las historias de Julio Verne, la Isla del Tesoro, Moby Dick, aunque a mí lo que me gustaba era leer las novelas de mayores.
En el año mil novecientos sesenta y cinco me compré mi primer libro: Platero y yo en una preciosa encuadernación de tapas blancas. Entretanto, yo le cogía prestados algunos libros a mi hermana, libros que ella consideraba que no debía leer porque no eran apropiados para mi edad. Los guardaba debajo de mi ropa y me escondía en el baño para leer hasta que me descubría mi madre. O debajo de las sábanas con una linterna de mi padre para seguir leyendo por las noches.
Jamás de dejado de leer. Creo que si eso sucediera sería un desastre. Leer me proporciona tanta felicidad como escuchar música, o interpretarla. Leer es soñar, vivir en otros sitios, dentro de otras personas, en otras épocas. No sé entrar en una librería y salir sin un libro en la mano. Comprar uno me proporciona un entrañable bienestar.
Elena Casero Viana.
Escritora.
Del blog Yo aprendí a leer, de Mayti Zea