Aunque la noche, conmigo,
no la duerme ya,
sólo el azar nos dirá si es definitivo.
Que aunque el gusto nunca mas
vuelve a ser el mismo,
en la vida los olvidos
no suelen durar.
Jaime Gil de Biedma
Me levanto con dolor de cabeza, llevo días durmiendo mal y ya no sé si tomarme un nuevo analgésico o pegarme un tiro. Descartada la última opción por la falta de armas de fuego (en ocasiones echo de menos una Segunda Enmienda en la Constitución Española), opto por engullir dos pastillitas de golpe aunque sé que, instalado ya el runrún en el interior del párpado derecho, solo van a servir para rellenar un estómago que anda más que vacío desde ayer. Luce el sol y no es una buena noticia. El dolor me transforma en un vampiro lechoso, lento y torpe. Choco con la pared, choco con la puerta al salir de casa y acabo tropezando con el último escalón, todo eso antes de alcanzar la calle. Repaso la minúscula lista de la compra mientras aprieto contra el puente de la nariz las gafas de sol. Llego donde Ramón y me tiro, casi literalmente, sobre la primera mesa que encuentro vacía. Un zumo de naranja, un agua con gas y poleo menta, nada de comer. Intento contar cien al revés, pero a la altura del sesenta y tres ya he perdido el fuelle, el sentido y la maldita gracia del ejercicio que debe evitar que me vuelva gilipollas a corto plazo. Por eso, porque me da la gana y porque lo intento desde hace días, empiezo a escribir una nota mental. Pero tengo la cabeza espesa, el ánimo escaso y el pecho un tanto encogido. Happy ending, Happy ending y más Happy ending, desde el fondo del bolso. Todo es azaroso, solo él (el azar) sabrá lo que es o no definitivo. ¡Menuda versión! Pobre Gil de Biedma. Pobre, tú, pobre yo, y pobre la madre que nos trajo al mundo tan tontos.
Anita Noire