La mar estaba salada, salada estaba la mar. Por Anita Noire

la mar

«Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal,
está en nuestras lágrimas y en el mar.»

 

A ver si me coges, son casi las seis, grita Pepín mientras corre calle abajo. Mientras corre, se vuelve para ver a la abuela sentada frente a la ventana, esperando como cada tarde a la misma hora a que suene la sirena, no una sirena cualquiera sino la que anuncie el regreso del “Santa Marta”.

La barcaza partió un día de otoño, al amanecer, aquel día el abuelo se despidió con un abrazo y desde la popa, alzó la cabeza con una sonrisa que la abuela guardó para siempre.

Dicen que una tormenta hundió el “Santa Marta”, otros dicen que después de aquella feroz tempestad, navegó sin rumbo y llegó a una isla mágica, donde los marinos encontraron aves extraordinarias, tesoros incalculables, mujeres dulces como la miel y que allí quedaron sin recordar otros puertos lejanos. Otros dicen, que el barco no puedo sortear aquel mar embravecido que solo Dios hubiera podido domar, pero que aquel día el mando lo tenía el Diablo y que aquella barca infeliz sucumbió al infierno submarino. Pero lo cierto es que los restos de aquel barco de pesca nunca aparecieron y la sonrisa del abuelo, la que guardó la abuela mientras con sus manos apretaba su abultado vientre, se desvaneció bajo las frías aguas del Atlántico.
Pero Pepín cree, como la abuela, que aquel marino amado, anda perdido por mares y tierras lejanas, que encontrará el camino a casa y cualquier día, a la hora en que la flota llegue a puerto, desembarcará, un poco más cansado, con el cabello lleno de sal y un buen saco de historias y estrellas de mar. Es por eso que la abuela está frente a la ventana y él corre con Carlitos, con el pan de la merienda en el gaznate y sin resuello, bajando a trompicones por el callejón para llegar al puerto y esperar sentados, junto a las redes viejas, la vuelta de los barcos que de madrugada salieron a faenar y que tiene que devolverles a aquel hombre que no vio nacer a su madre.

Pero hoy tampoco será. Carlitos se encoge de hombros y se chupa los dedos para llevarse el salitre que tiene impregnado hasta en el tuétano desde que nació. Pepín coge un cubo lleno de cangrejos, caballas y algunas anchoas que el contramaestre del “Virgen del Carmen” les dio para la abuela después de rascarles la cabeza.
Suben por el empedrado, dando pequeños saltitos para evitar los adoquines oscuros, el que los pise pierde. Ahora no hay prisa, hacen planes para mañana mientras se reparten las estrellas de mar del abuelo.
Empiezan a encenderse los primeros fanales, las cortinas de casa ya dan la espalda a la noche.

Anita Noire

Blog de la autora

Un comentario:

  1. Un relato muy hermoso, Anita, con esa temible imagen del mar-muerte. Aunque la vida siga…

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