La oreja
La sangre se nos heló en las venas cuando visualizamos su imagen en el documental Guerras olvidadas.»
Era él, sin duda, era él. Reconocimos su inconfundible rostro; le faltaba una oreja.
Amín había llegado, desde la profunda y olvidada África, tras una larga odisea, hasta nuestra orilla. Su meta no alcanzaba a soñar con vivir; se limitaba a conseguir sobrevivir o, al menos, durar. Fue, precisamente, en la alambrada de la frontera donde quedó enganchada su oreja –«a modo de bandera de libertad»– según nos relató nuestro querido amigo Amín.
El dinka se ganó el cariño de todos. Nos cautivó con su mirada de gacela herida color de miel, que resaltaba sobre su piel negrísima. Cada tarde, alrededor de la candela, contábamos nuestras historias. Amín narró una extraña tradición de su lejana tribu dinka: honraban a sus seres queridos «en el viaje hacia el más allá» incinerándolos, al amanecer, sobre un lecho de alhucema e incienso.
La escena emitida por el documental Guerras olvidadas nos mostró la verdadera cara de nuestro amigo Amín: la sangre de su oreja recién cortada teñía su cuerpo. Blandía un machete con gesto feroz. A sus pies, en un charco de sangre, yacía una mujer degollada, estrechando a su criatura en un desesperado rictus protector; su último abrazo.
Tras ver la escena ninguna palabra salió de nuestras asombradas bocas. Quedamos en shock. Nos limitamos a mirar, perplejos, a nuestro amigo Amín. Él captó nuestro gesto de terror. Silencio.
Amaneció. El dinka había desaparecido y todos, curiosamente, soñamos la misma sangrienta pesadilla: Amín nos degollaba.
Bueno…, no sé; no supimos si fue un sueño, una pesadilla o si ocurrió en realidad. El denso sahumerio de incienso y alhucema nos envolvió. El aroma ascendió hasta ¿nuestro más allá? No sabemos.
Amín nos honró considerándonos «seres queridos». Eso sí lo sabemos.
Catalina Ortega Díaz