La teoría de las puertas
En una fiesta hace unos años, conocí a un chico finlandés que me explicó, en medio de la algarabía y del baile, que una persona solo disponía del tiempo necesario para atender a unos cien amigos a la vez. Si incluía a alguien más, alguna de aquellas personas (las atesoradas cien) debía salir, como si uno más nos impidiera respirar. Donde se abría una puerta, se cerraba otra.
Aunque al principio su razonamiento me pareció frío —claro, era nórdico—, pensé que escondía una parte de verdad. Era otra formulación de aquello de que cuando se abre una puerta, se cierra otra. Mi tiempo era limitado, no había para todos. ¿Me había tomado la amistad demasiado a la ligera? ¿Merecía le pena dedicarme a personas nuevas si iba a abandonar a otras? Yo iba por la vida como si fuera un perro al que le tiran un hueso y corre, atolondrado, detrás de él. ¿Había que razonar y racionar la amistad? Esta teoría descartaba también cualquier posibilidad de tener un novio, o un marido, y, además, un amante; justificaba la fidelidad no por una falta de ganas, sino de espacio, y esto eliminaba complicaciones y culpas. Por otro lado, si se trataba de rupturas, no era necesario indagar en los problemas, sino que había una persona nueva a punto de abrir una puerta u otra ya la había abierto de par en par.
Más adelante, descubrí, ya que los finlandeses no son lo que se dice charlatanes, que me explicó esta teoría porque se había bebido una botella de vodka; quizás no la seguía a rajatabla, o sí. Y aunque ya había plantado la semilla de la teoría y, a partir de entonces, cuando conozco a alguien tiendo a sopesar quién se verá afectado por la onda expansiva del tsunami, lo cierto es que existe una especie de ley de selección natural darwiniana que hace que nos elijamos y nos descartemos sin necesidad de mantener un cálculo. Algunas veces nos quedamos cortos y otras nos excedemos.
También descubrí que yo no estaba dentro de esas cien personas que el finlandés atesoraba en su círculo; la puerta se cerró. Se ve que mi ansia de comunicación resultaba agotadora para un nórdico sobrio. Bueno. Nadie es perfecto.
Ana Guerberof