Hoy hace un año que te perdí, y todavía no comprendo por qué no estás a mi lado. Necesito ayuda antes de que mi corazón haga crash. Me acerco al dormitorio de los niños, los miro y pienso en ti, en las facciones de tu cara, en el tacto de tus manos, en el sonido de tus palabras.
Llego al despacho. Estoy sólo. Soy protagonista de mi soledad accidental. Lucho contra ella y la intento vencer como lo hago siempre, recordándote. Hoy esa estrategia no me sirve de nada, porque mi crisis existencial me arrastra hasta el más oscuro de los abismos. Un lugar del que quiero escapar porque tú no estás en él. Todavía deseo tocarte, y sobre todo, verte una vez más. Las palabras ya no me bastan. Sí, aún tengo un capricho. Lo confieso, quiero ver tu sonrisa y vencer al olvido de mis recuerdos y al desaliento de mi memoria. Necesito engañarles con una realidad tan ficticia como la que simbolizan los actores en el teatro, pero tan real como la que ellos me transmiten en sus representaciones. Mi deseo es imposible lo sé, pero ya no me basta con el recuerdo. Preciso de unos aliados para construir esa realidad figurada y enseguida pienso en los niños, en su sonrisa y en el reflejo que ese gesto posee para mí…
Regreso a casa pensando en ti, y mi ingenuidad me permite creer que todavía estarás ahí cuando llegue, sentada en tu sillón favorito con un libro entre tus manos. Mimetizo mis pensamientos con tus anhelos y dibujo mi felicidad con tu presencia. No puedo continuar y me paro en la tienda de siempre, esa que tanto te gustaba. Vuelvo a pensar en los niños, y ellos de nuevo me muestran el camino. Les compraré una sorpresa, y así, nada más verme, revolotearán a mi lado entre alegres y sonoras carcajadas. Ellos no lo saben, pero a cambio, me estarán regalando lo que yo más deseo.
Microrrelato de Ángel Silvelo Gabriel