Un aura, aromado de salitre y algas marinas, envuelve la tarde marinera acariciada por manos acuáticas de mil nereidas encantadas. Pegaso bebe los vientos; vuela sobre el esqueleto del aire y la arena de plata, envuelto en nubes de olas rotas en mil esquirlas de diamantes travestidos, ya, de estrellas, coronando un incipiente cielo azul Prusia. Asoma, tímida, la Luna llena… de perplejidad. Pegaso corta, con su figura alada, el horizonte incendiado por el Sol que se recuesta, bostezando sobre las barcas mecidas por la nana de las olas, a los pies del «Castillo» mientras desnuda su cuerpo dorado, sobre tálamos de dunas marismeñas, soñando, ya, sueños violetas sobre lechos de alhucemas.
Pegaso vuela sobre la playa bordada con encajes de espuma, por las olas, arrancando, de ellas, una nube de finísima lluvia inversa. Poseidón lo mira embelesado. La marea quietita, en bajamar, forma un espejo de plata donde se refleja el cielo; una alfombra es el cielo para Pegaso.
El clamor del gentío, mezclado con el retumbar de los cascos sobre la arena, se alza en un suspiro, al cruce de las miradas con el vuelo del galope.
Relincha Pegaso; crines al viento; quijadas abiertas en el esfuerzo final; el gesto contraído del jockey, la meta ya, la meta ya…
El Centauro alado –hombre y caballo– eleva los brazos, alzándose embriagado de gloria, convertido, ya, en un grito. ¡Victoria! Grito que encuentra ecos de júbilos en la playa de Sanlúcar, desde Bajoguía a la Jara.
El asombro ante la belleza que ocurre, en un instante; Naturaleza: cielo, tierra, mar; conjunción del ser humano con la belleza del animal y la mitología.
Catalina Ortega