Traca de virtudes
Nací en el Reino de Baviera… bueno, unas pocas décadas después de que se convirtiera en otro ‘land’ federal alemán aburrido y burocrático, ya sin pretensiones de gloria romántica como la que quedó plasmada para siempre en el castillo de Neuschwanstein que inspiró hasta a Walt Disney.
Aparte del romántico Luis II, ahogado misteriosamente en el lago de Starnberg, mi imaginación juvenil se nutría de historias y fábulas y los reyes para mí representaban eso, una traca de virtudes: la astucia de Ulises, la honestidad de Arturo y la magia de su compañero fiel Merlín; el rey de Tolkien, Argón, que sin pensárselo dos veces se hubiese sacrificado por un hobbit. La lista es interminable. Luego llegaron los reyes de las bodas románticas y la renuncia de Eduardo VIII a la corona ¡por amor! Reyes de cuento, de fábula, personajes más o menos grandes pero fascinantes cada uno de ellos. Se les perdonaba sus excesos o les cortaron la cabeza en la guillotina. Apasionados y apasionantes dieron lugar a grandes novelas y películas inmortales.
¿Y ahora? Unos pálidos sucesores coronados por inercia que son hombres de negocios y no dan para más que unas miniseries de televisión de tres o cuatro capítulos porque son incapaces de encender la chispa de admiración en nuestros corazones, al menos en el mío.
Dorotea Fulde Benke