Una entrada para el cine de las pulgas
La grada nocturna. Los rostros pintarrajeados con betún y azufre. La niña perdida sube los escalones prendida de la mano de la negra matrona, ruge el público binario y el monotema se instala en su silla de hierro candente. Destellos de dientes en el foso de la tropa, músicos harapientos trepando al estrado, negras gigantescas aves semejantes a gaviotas perpetradas por mano de niño giran desde su obtuso cálculo una vez y otra hasta dibujar una selva, un lago de verde bóveda, un asunto amazónico.
Las casas. Estructuras sólidas, necesarias para vivir, con su yeso, su cal, su madera o formica, su sal guardada en la cocina que nos recuerda a los fenicios y a los romanos, a las caravanas de camellos montados por hombres turbios, inmediatamente después le añadimos un patio a la casa y unas macetas al patio que necesitan de nuestros cuidados, de nuestra agua y nuestra sal, de la misma manera que nosotros necesitamos la casa y su techo, un lugar en el que refugiarnos con nuestros vástagos y esposas, una estructura que nos permite hacer manualidades, estudiar, sentarnos todos a la mesa y rezar y obtener títulos.
La carretera se desglosa o divide en múltiples lenguas verdes que convergen hacía el denso foco gravitatorio de la inabarcable e inesxplorada rotonda, ciega galaxia de chatarra y asfalto y esqueletos amarillos de autoestopistas extraviados.
Hay que pulsar un botón para que la luz verde rompa las aguas y las flechas de la Infancia y la espada de Arturo puedan pasar al otro lado, a esa red de caminos secundarios por la que transitan suicidas adolescentes con las manos anudadas al volante y ojos color Chevrolet.
Las dos palmeras. Ninguna otra palmera o árbol de cualquier especie nos sirve, sólo esa dos palmeras que veo al doblar la esquina, según salgo de mi casa y me encamino hacía el sur, hacía el lugar donde mean los perros y los niños juegan a la pelota, y todavía más allá puede verse el puente del Alamillo, con sus luces en todo lo alto siempre y cuando sea de noche y la bruma o la niebla no se interpongan entre nuestros cansados ojos y el horizonte. De allí, de las dos palmeras, brotan las dos palomas, no dos pájaros cualesquiera, sino esas dos aves desacomplejadas, envueltas en su vuelo de tornillo de libre rosca.
El rezo. Mientras camino hacia las luces amarillas que en línea recta delatan la posición del pueblo en la distancia, yo rezo, porque es de noche rezo, y rezo también porque esas luces me hacen pensar en mi infancia, en esa época en que yo sorprendía al destino por él rabillos del ojo, tratando de salirme al paso, de probar esa facultad que yo tenía para caminar a su lado sin mirarlo, de hacerme el distraído para luego tomarle de la mano y conseguir que me dijera al oído el nombre del próximo cabello ganador. Rezaba entonces para que las chinches de la pensión desparecieran, para que en la botella de vino que me habían mandado comprar apareciera de una vez por todas la letra que me faltaba para completar la palabra que me canjearían por una entrada al cine de las pulgas. Cuando lo quise firmemente, cuando rezé con toda mi alma, apareció la M que completaba la palabra Morenito y gané mi entrada. La gente que negaba la existencia de esta letra comprendió que solo había una y que el destino, convocado por mi rezo me la había concedido.
Máximo González Granados