Este camino ya nadie lo recorre salvo el crepúsculo.
Matsuo Basho
Habíamos quedado en aquella taberna porque alguien le había hablado de ella, de lo excelente que era la comida que servían. Me dejé llevar porque, aunque el pescado crudo y las algas no eran mi debilidad, era lo que menos me importaba, sabía que podríamos pasar un buen rato charlando. El camarero se apostó frente a nuestra mesa y con una pequeña reverencia, más protocolaria que servicial, nos recitó la especialidad de la casa. Escogí unos calamares salteados y algo de atún. Fuera empezaba a llover. Sentí que mis mejillas, que minutos antes estaban frías como la noche, empezaban a cobrar vida. Bebí a pequeños sorbos, como si de esa manera consiguiera que el calor se repartiera por todo el cuerpo, bajara desde los pómulos a la punta de los pies, y, a la vez, alargar un poco más el tiempo. Le pregunté por su familia, por su esposa, por sus hijos, y él hizo lo mismo conmigo. Preguntó por mi marido y por Daniel. Hacía pocas semanas que se había enterado de su muerte, aunque la noticia no tenía nada de nueva. No le pregunté cómo lo había sabido. Guardé silencio porque aun entonces me costaba hablar de todo aquello. Continuó hablando y solo dijo que durante todas esas semanas no había podido dejar de pensar en ello, en la necesidad de volver a vernos, de charlar como años atrás, y en que quizás la necesidad de hacerlo provenía de que en el pasado había llegado a desear que ese hijo fuera suyo y que, al desearlo así, por un tiempo casi había llegado a sentir que de alguna manera lo había sido. No dije nada, pero no me incomodó. No había ninguna intención extraña en sus palabras, solo un sentimiento antiguo y en cierto modo irracional. Daniel había muerto hacía ya seis años. Algunas noches, sobre todo las noches de lluvia, aun me despertaba pensando que la culpa había sido mía. No podía evitarlo, aunque todos se empeñaban en repetir que no lo era, que la vida en ocasiones es la más cruel de las condenas que uno debe vadear y seguir viviendo; pero aún hoy me es imposible evitar la punzada de la pena que se ha expandido con todas sus ramas hasta aprisionarme el corazón. Estuvimos charlando, sobre la vida, sobre la familia, el trabajo, sobre lo extraño que es rencontrarse tantos años después, aunque fuera con una excusa pelotuda, y tener la sensación de que el tiempo no ha pasado. Apuramos una segunda botella de sake y decidimos que no volveríamos a dejar pasar tanto tiempo antes de volver a vernos. Vivir en distintas ciudades no podía ser una excusa. La próxima vez nos reuniríamos los cuatro, nosotros y ellos; y al hablar de ellos imaginé a Raúl, sentado en el sofá de casa, leyendo el periódico y esperando a que le llamara para decirle que todo estaba bien y que ya iba de camino. Le eché de menos. Salimos sobre la medianoche, no había dejado de llover, la brisa nocturna me despejó un poco. Caminamos sin prisa hasta la esquina, allí nos despedimos porque no había que andar ni un solo paso más. Cogí un taxi y por el retrovisor le vi desandar el camino. Sus pasos, por unos segundos, me devolvieron a Daniel. Todo olía a lluvia.
Anita Noire
Siempre me dejas perpleja con tus historias breves que contienen vidas verdaderas, reales y conmovedoras, narradas con esa contención que te es tan propia y que demuestra tu maestría.
Muchas gracias siempre por tus palabras bajo la lluvia.
Me agradó esa suave tristeza unida a sugerencias y transmisiones emotivas.
Desde Rosario, un largo abrazo
Betty