Mis amadas mujeres
Tuve la suerte de nacer en una especie de tribu de mujeres. En casa vivían mis abuelas, ambas viudas, la hermana de la madre de mi abuela materna y obviamente mi madre. Luego la familia aumentó con la llegada de mi hermana. Y más tarde se incorporaron a ella dos primas hermanas que tuvieron la desgracia de perder a sus padres. Podría decirse que mi familia era un matriarcado, sin embargo, mi padre, por obra y gracias de las mujeres más mayores y, por consiguiente, del resto, era el “harenero” absoluto del lugar, harenero no de arena, sino de harén. Cargo en donde la única supremacía que ejercía era la de un inmenso amor, cuidado y generosidad para con sus amadas mujeres.
Imagino que como muchas niñas de todos los tiempos, en mi adolescencia me excluyeron de grupos y de pandillas, o me excluí, y reduje mi territorio a un par de amigas tan excluyentes o excluidas como yo. Sin embargo, la vida me ha ido regalando e incorporando mujeres amigas, hermanas del alma, que me acompañaron en las primeras ilusiones amorosas, las alegrías de la boda y los embarazos, y también los primeros problemas, aquellos granos de arena que entonces convertíamos en montañas y que con el tiempo y los soplamocos recibidos por la vida luego nos producen un mohín de ternura y nos remiten a esa otra reflexión de “Quien sabe de tormentas, ve lloviznar y sonríe”.
En ese símil magnífico que compara la vida propia con un tren en marcha en donde los pasajeros se van subiendo o bajando según las estaciones que atravesemos, he de reconocer, con cierto orgullo, que muy pocas mujeres se han bajado y que han sido muchas las que han ido subiendo. Han subido en estaciones familiares enriqueciendo mi baluarte; otras en andenes repletos de poesía o de prosa y que han expandido mi horizonte y mi cultura; en paradas en círculos mágicos que han provisto a mi alma de bálsamos curativos y andamiajes de crecimiento personal; en apeaderos de baile o de gimnasio y que me han llenado de música el corazón y el camino; en estaciones de oración y recogimiento espiritual que han iluminado mi vía con su luz. Otras mujeres han ido subiendo a esos vagones de las mil y una formas diferentes e inesperadas pero en todos los casos han llegado a ese tren para aumentar mi tesoro personal. Quizá entre las sorpresas menos esperadas esté el reencuentro con aquellas niñas escolares a las que no supe o quise acercarme y en las que muchos años después descubrí que aquellos temores absurdos que me paralizaban, también ellas los habían vivido o, simplemente, se habían sentido tan lejanas a mí como yo de ellas, pero que una vez convertidas en mujeres nos reencontrábamos -¿o nos encontrábamos realmente por primera vez?- y nos descubríamos las unas en las otras lo mejor de todas.
La vida me ha puesto siempre mujeres extraordinarias de las que he aprendido el arte de vivir: mi madre, a quien adoro y que es mi espejo, mi icono, mi referente, mi brújula; mis abuelas, mi hermana, mis primas, mi suegra, mis hijas, mis cuñadas, mis tías, mis sobrinas, mis amigas, mis conocidas… Mujeres valiosísimas que lo han sido por sí mismas, solas, o acompañadas por hombres que quizá no siempre han entendido toda su grandeza pero que las han apoyado incondicionalmente.
Recuerdo, hace ya tantos años…, cuando mi novio reparaba en cómo nos desvivíamos todas las mujeres de mi casa por atender a mi padre, las ilusiones que se hacía de emular a su suegro. En su casa era justo al revés, su madre parió cinco hombres, más su marido y eran todos ellos los que giraban en torno a los deseos u órdenes de la matriarca. Claro, he de confesar que yo también me las veía cambiando el orden de los factores para verme como mi suegra en un avance, por aquel entonces, “desmesurado” de feminismo. Sin embargo, la vida enseña que, sólo cuando el fiel de la balanza está en el centro, el equilibrio es perfecto. Y que el poder que tiene que tener la mujer no es tanto sobre el hombre como sobre sí misma.
¡Ah! Pero les estaba hablando a ustedes de mis amadas mujeres con las que comparto una de las mejores partes de mi vida. Es… porque como dijo, no recuerdo quién, cuando les hablo de mí es porque es la mujer que tengo más a mano.
Ana Mª Tomás
Buen relato donde encuentro que las mujeres podemos ser leales y buenas compañeras y los hombres pueden colaborar en esos armónicos encuentros que podemos disfrutar y así mismo cuando se da en el sentido contrario.
Me gusta el final sincero y dicho con humor.
Un relato para compartir.
Desde Argentina un largo abrazo
Betty