«NO MATARÁS»
Existen diversas maneras de matar. Puede hacerse de manera psíquica o moral, refinadamente, y también físicamente. Alma y cuerpo.
Se puede matar arruinando la fama del otro, algo que se comprueba fácilmente observando cómo se actúa desde los medios políticos. Basta disponer de medios afines de la comunicación social para arruinar la fama del oponente y destruirlo. Aun pudiendo ser falso lo que se dice, a base de repetirlo una y otra vez lo que es espurio acabará siendo considerado como verdadero. Es la indefensión del débil ante el fuerte.
Se puede matar introduciendo el virus de la desesperanza en los hombres. Ni el positivismo de Comte, afirmando que para comprender la sociedad los únicos datos válidos provienen de los sentidos, esto es, que la razón se basta para comprenderlo todo— ni siquiera el hombre se comprende a sí mismo—, ni el nihilismo de Nietzsche que niega cualquier sostén de una confianza radical que ayude al hombre a no caer en el absurdo existencial— la vida es un caos sin salida posible— sirven para encontrar el sentido auténtico del existir. El hombre es materia, sí, pero también tiene una sustancia espiritual, y todo lo que contribuya a la materialización únicamente le arranca la esperanza en un final que no acabe con la muerte. Es la condena de vivir para el absurdo a lo “progre”.
Se puede matar escandalizando cuando bajo la autoridad moral que reviste a la persona o a la institución predican dar trigo y ellos viven inmersos en la cizaña. Ciegos y guías de ciegos. Es como arruinar la inocencia de un niño mostrándole la grandeza degradada de la sexualidad. Gente que anuncian lo que no viven y consiguen apartar al que lucha por sostener su propia fe en la vida.
Se puede matar pasando por encima de los hombres cercenando el derecho a compartir la tierra y ganarse la vida con el sudor de su frente. Y aquel que lo denuncie y se oponga correrá el riesgo de perderla. Fue por esto por lo que Óscar Romero, el arzobispo salvadoreño la arriesgó y acabó asesinado por los escuadrones de la muerte, tras anunciar que le habían advertido que estaba en la lista para ser eliminado a la semana siguiente.
Sí; ciertamente también puede matarse físicamente quitando la vida a otro.
«La universidad del homicidio» es el título de un cuentecillo que figura en “El libro negro”, de Giovanni Papini. Se trata de un relato fantástico en el que se narra la enseñanza de las técnicas más refinadas del crimen profesional, impartidas por auténticos catedráticos del delito y que posteriormente gradúan a sus alumnos en tan extraña facultad. Existen diversas aulas. La del asesinato, adiestrando en los métodos más eficientes y cómo y en dónde asestar el golpe para que resulte mortal. En suma: adquirir experiencia.
También en otras disciplinas. La química, para adquirir conocimientos de cómo ser eficaces a la hora de componer y usar un veneno. Anatómica, para conocer cuáles son las zonas más letales del cuerpo humano. También existe la cátedra de psicología del crimen, pues es conveniente que el matarife no tenga remordimientos de lo que va a hacer, e incluso en determinados supuestos que la sociedad pueda comprender las razones. La del armamento, para conocer si es mejor utilizar en determinados momentos un arma de fuego o el puñal. Y así, muchas más.
Todo esto que puede parecer un disparate, sin embargo, en lo cotidiano cobra visos de realidad, pues existen países con santuarios recónditos dedicados a la preparación de terroristas, cuya misión es la de matar; técnicas para enseñar a los soldados cómo eliminar al enemigo durante las guerras o producir la mayor destrucción posible utilizando el armamento, por no decir del verdugo o sicario por cuyas manos pasa la ejecución delegada de quitar la vida a otro.
El hombre tiene prohibido matar. Nada cambia el redactar una ley para castigar crímenes, aun los deleznables. Los gobiernos tienen el derecho y el deber de proteger a la sociedad, en especial a los más débiles, pero la sanción no puede consistir en privar de la vida a nadie, aun siendo un asesino. La pena a aplicar puede ser discutida en lo referente a la duración, endurecimiento de la condena, o si ha de ser a perpetuidad, pero si el hombre mata a otro hombre está desobedeciendo el precepto divino, que dice “No matarás” (Deut. 5:17; Ex. 20:13; Mt 5:21,22) Y esto se hace extensible, tanto a los mandamases incrédulos de gobiernos totalitarios como a los gobernantes occidentales cuya moral hunde sus raíces en el cristianismo.
Cristo no trajo una religión basada en el cumplimiento estricto de las normas, en vislumbrar solamente verdades trascendentales, sino también en humanizar la animalidad humana, elevándola a categoría de lo divino. El cielo se abaja a la tierra para que la tierra se deje elevar hasta el cielo.
El problema se hace mucho más acuciante cuando ni siquiera se ajusta a Derecho una condena, sea del tipo que sea. Porque, para enjuiciar un delito se ha de establecer la diferencia entre el verdugo y la víctima. Entre la culpabilidad del autor y la indefensión del agredido.
¿Qué sentido moral o legal puede tener condenar a un inocente y exonerar al culpable? ¿Condenar a la víctima y proteger al verdugo? ¿Maltratar al débil y apoyar al fuerte?
El aborto es un homicidio condenable, porque se elimina a un ser inocente para ocultar la responsabilidad de un acto cometido por adultos, apoyándose en que haya sido legalizado, como si el mal se convirtiese en bien porque ha sido legislado a petición de muchos.
No se transforma, pues, en un acto médico, aunque pueda ser realizado por profesionales de la medicina, contraviniendo el juramente hipocrático, convirtiéndose el que lo realiza en un verdugo asalariado al servicio del poder socializado.
Cuando se derrama la sangre de un inocente la voz resuena aún más atronadora desde aquellos lejanos días en que Caín mató a su hermano Abel: “¡No matarás!”
Ángel Medina