«No puedo decir que el marido de mi madre abusara de mí. Cuando era pequeña, de vez en cuando, me daba cariñosamente palmaditas en el culo, y a la edad de once o doce años, a medida que mi cuerpo adquiría nuevas y sugerentes formas, tuve que aguantar en alguna ocasión aquella patética frase de «qué tetas se te están haciendo». Pero no creo que ni una cosa ni la otra constituyeran un abuso.
No sabría cómo definir a Adrián. Físicamente sí, porque toda definición se reduce a una simple frase: tenía cara de bestia. Era un tipo de facciones groseras, pómulos anchos, nariz prominente, ojos pequeños, estrecha frente y pelo abundante y negro; en resumen, la viva imagen del primer hombre que habitó la Tierra, pero en contrapartida a su falta de armonía facial, como él mismo decía, tenía un buen mandao, razón por la cual jamás le faltaron novias. Definirlo humanamente ya resulta más complejo. Podría decir que se trataba de una persona sin aspiraciones, sin proyectos, que respiraba porque tenía un par de pulmones y le latía el corazón porque no le había llegado la hora de morirse.
Adrián entró en mi vida a la edad de cinco años y se convirtió en mi padre. El verdadero, el que se había encargado de suministrar el espermatozoide adecuado en el momento oportuno y en el lugar óptimo, había regresado a su Cuba natal un par de años antes, agobiado por el acoso constante de sus suegros, es decir, mis abuelos. Era un hombre extraordinariamente libre y mis abuelos, con quienes vivíamos entonces, no estaban acostumbrados a esa clase de libertad, trabajaban la tierra de sol a sol, no tenían ni un segundo de descanso, y debían soportar la presencia de ese extranjero gandul, buscavidas y aprovechado sólo porque su cándida hija se había dejado preñar por él. Jamás le aguantaron, y por una simple cuestión de sangre tampoco me aguantan a mí. Y es que en el fondo somos dos gotas de agua emanadas de un mismo mar…».
Maribel Romero Soler
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