La vida está repleta de espacios que, en la mayoría de las ocasiones, no sabemos cómo rellenar. Quizá, para eso están los recuerdos, o incluso los escritores que, en más veces de las deseadas, se encargan de devolvernos el golpe del olvido en forma de novelas o relatos que en algunas ocasiones (este libro de relatos es una de ellas) nos remueven los ecos de la infancia, el colegio, la adolescencia o el amor. Eso es precisamente lo que hace Alice Munro en su último libro de relatos titulado Mi vida querida, expresar con palabras nuestros más vívidos recuerdos, que esta vez tienen un primitivo leitmotiv, pues si algo caracteriza a los diez relatos y cuatro retazos personales que lo componen, sería el amor, o más bien, los modos y usos de amar o ejercer en el amor. En este sentido, cabe decir que no es fácil adivinar el futuro, y mucho menos el propio, pero podemos expresar que los personajes de los relatos de Munro van en su busca, con sus temores y sus miedos debajo del brazo, pero sin nada que sea capaz de detenerles por muy en contra que tengan a todos los elementos de su entorno. Esa facilidad de caminar hacia el abismo, por ejemplo se hace presente en el primer relato titulado Llegar a Japón, perfecto título que a modo de metáfora recorre los pensamientos de la protagonista, ya que llegar a Japón es el riesgo que conlleva traspasar la barrera de lo permitido, pues esa necesidad de recuperar lo fugaz que atesora el deseo, trae implícita pérdidas, algunas de las cuales, nuestros sentimientos no están dispuestos a permitir.
Estaciones de tren, viajes en tren, traslados en coche… esa constante evocación del viaje en los escenarios por donde se mueven los personajes de Munro, nos inculca al lector la sensación de fragilidad y temporalidad que gobiernan sus vidas, si cabe, tanto o más como a las nuestras; un trasunto, que en ellos, también se mueve hacia el retrato psicológico que de cada uno nos hace la reciente Premio Nobel de Literatura. No se nos debe olvidar que la propia Alice Munro procede de un entorno rural, que se nos antoja abrupto y hostil con todo aquello que signifique creatividad o diferencia, por lo que no es de extrañar que ella sitúe ahí a sus personajes, en una sociedad que se mueve atrapada por unas costumbres y unos hábitos que chocan con las protagonistas de sus relatos, de la misma forma que, a los que a buen seguro, se tuvo que enfrentar la autora a lo largo de su vida. De ahí, que después de leer Mi vida querida, no nos resulte tan difícil imaginarla en un casa a las afueras del pueblo, donde no hay ni farolas ni aceras, sólo campo, árboles y arroyos o ríos cercanos donde pescar o bosques donde cazar. Así se crió Munro, como sus personajes, a expensas de la soledad y su imaginación; un retrato de sí misma que, como ella dice: «los datos biográficos de mis relatos son sólo el caparazón externo de mis historias». Historias extensas, a veces muy extensas y cercanas a la novela corta, que sin embargo, le permiten a su autora dibujarnos a la perfección toda una vida con apenas cuatro apuntes o trazos de la misma.
Si nos detenemos en la estructura más formal de los cuentos, muchos de ellos siguen la mejor tradición norteamericana, donde la importancia de los mismos estriba en aquello que no se nos muestra, y donde la renuncia al tan esperado efecto sorpresa es en sí mismo una característica de esta otra forma de narrar historias. Sin embargo, no siempre es así, y en uno de los mejores cuentos del libro, titulado Tren, asistimos a una clase magistral de suspense con efecto sorpresa incluido, pues si todavía al llegar aquí no nos hemos dado cuenta, Munro conoce muy bien cómo dilatar y tensar sus relatos, y lo hace con gran maestría, como por ejemplo, en A la vista del lago. Ese es otro de los aciertos de su escritura, el hacernos pensar una vez hemos acabado de leer una de sus historias; historias que en esta ocasión recaen mayoritariamente en el período de la Segunda Guerra Mundial, un espacio de tiempo en el que Munro dejó de mirar el mundo con ojos de niña; una pérdida de la inocencia que ella aprovecha para acercarnos a su visión de lo que para sus personajes y la sociedad rural canadiense de la época era el amor, muchas veces reclamado con prisas ante la proximidad de la muerte o simplemente por mera conveniencia. Gracias a esa mirada femenina que no feminista que nos propone Munro, podemos decir que llegamos a conocer de una forma más exacta y cercana a sus personajes, y por ende, a la sociedad en la que creció, lo que nos hace entender mejor las coordenadas vitales a las que tuvo que hacer frente para llegar a ser escritora, una gran escritora… con un vasto universo propio.
Munro, como buena diseñadora de vidas ajenas, sabe de la importancia del tiempo y la soledad que conlleva el oficio de escribir, de ahí que en una de las múltiples entrevistas que ha concedido tras recibir el Premio Nobel de Literatura haya declarado que éste es su último libro (aunque seguro que hay más material metido dentro del cajón de su escritorio), pues el poco tiempo que le queda no lo quiere pasar sola, sino junto a su familia. No debe ser fácil renunciar a aquello que amas, pero la vida que transcurre más allá de su obra literaria, la apartó de su segundo marido hace poco menos de un año, y quizá esa pérdida del compañero la haya hecho reflexionar y cambiar el final de su propio relato. Con 82 años y sin la posibilidad de ir a recoger el Nobel, Munro se muestra al mundo sonriente y segura de su victoria, que no es otra que la materialización de su más valioso sueño como escritora, de ahí, que esa especie de testamento vital que suponen los cuatro últimos relatos englobados bajo el epígrafe de Finale son quizá lo último y lo mejor de la autora, pues en ellos, desnuda a sus recuerdos, muy cercanos muchos de ellos a su infancia. En ellos aparecen el padre, la madre o su primer encuentro con la muerte, todos bajo la rotundidad de la sencillez de los primeros ecos que nos proporciona la vida, donde todavía todo permanece en estado puro, como el mayor y más grande de los sentimientos: el amor.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.