Una sugestión poderosa me ha abordado a la conclusión de casi todas las historias de este libro: he sentido al autor, Óscar Esquivias, sentado frente a mí contándomelas, mientras a su espalda ardían los troncos en una chimenea. No lo sabría explicar con mejores palabras. Era eso. Simplemente eso. Un silencio de casa de campo y un fabulador creando su discurso con lentitud y eficacia, rodeado por el crepitar de las llamas. No es la primera vez que me ocurre con sus libros. En ocasiones aparecen en sus relatos una actriz famosa a la que se retrata durante sus primeros tiempos en Hollywood (como Greta Garbo en «La casa de las mimosas») o un músico célebre que ultima un experimento macabro (Hector Berlioz en «El arpa eólica»), pero en la inmensa mayoría de las ocasiones el protagonismo recae sobre seres discretos, de los que se nos brinda un segmento vital. Y digo bien: un segmento, una porción acotada cuyo principio y cuyo final no se rigen por el capricho o la convención de la sorpresa. Chéjov, indiscutiblemente, le gana a Cortázar.
En estos catorce universos se nos propone conocer a un buen caudal de náufragos, que se mantienen asidos a su tabla mientras los bambolean las olas de la fe, el alcohol, la desesperanza, el odio, la zozobra o la tristeza, y que no tienen más ansia que encontrar una respuesta, una luz o una certidumbre.
Pero volvamos si quieren al inicio y formulemos esta recensión de una manera convencional, más fama que cronopio: el escritor Óscar Esquivias (Burgos, 1972) acaba de publicar en Ediciones del Viento una colección muy notable de relatos con el título de Andarás perdido por el mundo, donde consolida su fulgurante trayectoria con catorce narraciones donde reflexiona sobre la identidad sexual, la aceptación del yo, la condición extranjera que todos enarbolamos o sufrimos en algún momento de nuestras vidas, el candor a veces doloroso de la infancia, la enajenación mental o la supervivencia azarosa de los desarraigados. En algunas de estas propuestas se ampara en las dimensiones logarítmicas del microrrelato («Curso de natación») y en otras, por el contrario, se intuye que podría haber elongado el discurso hasta una edificación cercana a lo novelístico («La última víctima de Trafalgar»). Pero en todas se aprecia la misma exquisitez verbal, la misma elegancia prosística, que los vuelve textos magnéticos, imposibles de abandonar o de definir con adjetivos que no se adentren en lo hiperbólico.
O mejor no. Mejor elegimos la vía emocional, huérfana de corsés y de miriñaques, y lo decimos como nos pide el cuerpo: qué pedazo de libros se acaba de marcar el cabrón de Óscar Esquivias. Qué bueno es, el «jodío». La madre que lo parió.
Rubén Castillo