Antigua luz. Por Amelia Pérez de Villar

Antigua luz

Siempre que me preguntan por mi autor favorito respondo que soy más de libro favorito, porque me resulta complicado encontrar igual de atractivos, o de interesantes, todos los libros del mismo autor. Entiendo que esta fidelidad a ultranza es de difícil cumplimiento: el autor es un ser humano, un artista y un artífice o artesano y, como tal, está a merced de momentos vitales complicados, de evoluciones, transiciones y tránsitos que dejan huella en su obra. Aun así, soy como casi todos incondicional de algunos, incondicionalidad que algunos factores hacen de pronto saltar por los aires.

Disfruté mucho con la lectura de El mar, de John Banville. Tanto, que recuerdo haber experimentado una sensación inusitada de celos y envidia al ver a una persona leyéndolo en el metro, algo que yo había hecho ya uno o dos años antes. Y aunque he leído todas y cada una de las novelas de Quirke, escritas por su alter ego Benjamin Black, no había vuelto a leer nada de Banville desde El mar, creo que debido, en el fondo, a la necesidad de no empañar la sensación que me había dejado.

Pero cuando supe de la existencia de Antigua luz (Ancient light: siento no poder comentar la traducción, pues lo he leído en V.O., pero Alfaguara lo ha publicado en castellano con sugerente cubierta) no pude resistirme, y hace dos o tres semanas pude abordar por fin su lectura, aunque el libro llevaba tiempo en casa. De Banville me gusta todo: lo que cuenta, cómo lo cuenta, cómo maneja el lenguaje, cómo escudriña en los sentimientos humanos y trata de plasmarlos con palabras, como si en vez de escribir estuviera pensando en voz alta cuando cree que nadie le oye. Su sensibilidad, equilibrada por una inesperada dureza, en el retrato de las relaciones humanas me recuerda a otro de mis dioses literarios, John Updike. Su absoluta falta de romanticismo, su peculiar erotismo, su valentía a la hora de enfrentarse al binomio Amor-Decadencia física que en Banville se convierte en triángulo con un tercer elemento, la Enfermedad, siempre me han puesto la piel de gallina. Y Antigua luz prometía. Pero Antigua luz, o tal vez John Banville, me decepcionó. Me consuela que también el gran Updike lo hizo, con la inefable Brasil, y desde luego Antigua luz no llega a su nivel de extravaganza. Pero tiene un nivel de extravaganza, o al menos yo lo percibo, que me ha hecho tardar en acabarla más de lo necesario, y hacerlo más a disgusto. Y me sabe mal. Me sabe mal que algo de Banville me haya decepcionado, tanto que me siento un poco culpable. ¿Lo habré leído en mal momento? ¿No estaba centrada en la lectura? ¿Se me ha escapado algo?  Sus idas y venidas proverbiales a lo largo y ancho del tiempo narrativo no faltan en esta novela. El paralelismo entre la historia principal (la de un muchacho de quince años que inicia una relación adúltera con la madre de su mejor amigo, de treinta y cinco) y la historia secundaria (la historia presente de ese muchacho, hoy sesentón, actor teatral medio retirado que recibe una oferta —y la acepta— para trabajar en el cine) es el juego de trenzado de dos cabos gruesos que se van entrelazando como sólo Banville sabe hacer: cuenta dos historias que se cruzan, se encuentran y se separan, pero no con separaciones convencionales, con espacios de cortesía y cursivas: sólo con el poder del verbo. Y del adjetivo. Recuerda el pasado en los capítulos en que habla del presente. Habla del presente en los capítulos que parecen reservados a narrar el pasado. Mientras, una tercera historia larvada hace su aparición: surge como una presencia incómoda y acusadora que parece ponerle en movimiento, obligarle a meditar sobre lo que sucedió y lo que no, ponerle incluso frente a frente consigo mismo, con su vida, su profesión, su matrimonio y su paternidad. Entonces… si todo es tan grande, tan correcto, tan perfecto, y tan bien narrado… ¿por qué tiene que marcharse de pronto a Italia, en pleno rodaje de la película, con insólita compañía —no quiero desvelarles el secreto— en una especie de viaje iniciático para los dos que, sin embargo, no acaba ahí? ¿Qué necesidad hay de que aparezca ese argentino fantasmal que me recuerda El maestro y Margarita, una joyita que nunca he conseguido digerir? ¿Qué falta hace ese capítulo final donde marcha al congreso con otro tipo que tampoco es que haya adquirido mucha entidad a lo largo de las 240 páginas de la novela? Vale, acepto: el capítulo final, que cierra con broche de oro la historia de sus recuerdos, de una manera además emotiva y realista que extrae lo mejor del autor, nos saca de una duda que nos había quedado (sobre el misterioso acompañante del que hablaba antes) e inicia la posibilidad de que se resuelva la única línea argumental que queda abierta, como en un intento de avisarnos de los riesgos de la vida y de la improvisación. Me sobran, señor Banville, unas 60 páginas. Todas las de las apariciones fantasmales de tipos vinculados a la película que está rodando, incluido el argentino. No, empezando por él, porque su aparición es el clímax de la microhistoria del protagonista con su compañera de reparto. Toda esta trama secundaria, escrita con el mismo estilo grandioso que el resto y que guarda reflexiones y aforismos igual de excelsos, me parece excesiva y forzada. Es una rama que se ha quedado en nudo, afeando el tronco, un saliente, una protuberancia. Un absurdo que me ha hecho quedarme con mal sabor, y pensar incluso que no tenía que haber leído esto en época prenavideña. No lo sé. Tal vez ha dado en ese clavo que tengo muy sensibilizado, que es el absurdo, por el que profeso un bajo nivel de tolerancia. Y no hablo del absurdo à la Ionesco, y así. Hablo del absurdo gratuito, como el de El maestro y Margarita. Tal vez tengo muy bajo el nivel de tolerancia en estos momentos. Quién sabe. Espero más que nunca vuestros comentarios y opiniones, alguien que me saque de mi error o que corrobore mis reivindicaciones, porque esta vez me he quedado de veras descolocada. Aunque seguiré leyendo a Banville como uno de mis autores predilectos, sin duda.

Amelia Pérez de Villar
Autora del libro Dickens Enamorado
Blog de la autora

3 comentarios:

  1. Manuel de Mágina

    ¿Eso que tú llamas «bajo nivel de tolerancia», no será más bien alto nivel de exigencia? A estas alturas de tu cultura lectora, que supongo amplísima, debe ser una conscuencia necesaria.

  2. Elena Marqués

    Sí, estoy con Manuel.
    En cualquier caso, yo intento no acercarme predispuesta hacia un autor. Todos tienen libros buenísimos, buenos, y ejercicios para pasar el rato.
    Como sí voy es con el deseo de sacar siempre el mayor provecho a los libros. Y tú, evidentemente, los exprimes con tus conocimientos y tu especial sensibilidad. (¿Me ha salido cómo?). Desde luego, es estupendo leer una reseña hecha por ti. Vamos, que estoy por leerme todos los libros de Banville…

  3. Manuel de Mágina

    Es así como dices, Elena. También que esta chica tiene esos conocimientos y esa sensibilidad especial. Exquisita, añadiría yo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *