Cuentan que en la Francia prerrevolucionaria, y gracias a las enseñanzas del filósofo Rousseau, se produjo una extraña fiebre que tuvo como consecuencia la vuelta a los valores “naturales”. De pronto, a María Antonieta y sus damas de compañía les dio por disfrazarse de pastorcitas y ordeñar vacas; los hombres abandonaron sus empolvadas pelucas para adoptar el aire rudo, hirsuto y sudoroso de los labradores y, en una sociedad en la que era habitual contratar amas de cría, se puso de moda, oh escándalo, que las damas de la nueva y pujante burguesía amamantaran a sus criaturas a la vista de todos. Quien más quien menos todos querían convertirse (o al menos fingirse) ese buen salvaje, quintaesencia de la bondad, la inocencia y la virtud que, según Rousseau, anida en nuestras almas hasta que las instituciones nos pervierten. Personalmente, Rousseau siempre me ha parecido un farsante, por no decir un jeta. Y no solo porque tan gran benefactor de la humanidad abandonó en un orfanato a cinco hijos, cinco, con la excusa de que no lo dejaban trabajar. Me carga Rousseau porque es el precursor del buenismo, ese movimiento telúrico que desde años recorre el mundo con sus infinitas bobadas. Pasen y vean, he aquí una de las últimas. Unos lo llaman niñismo, otros sobrepaternidad, y parece como si, de un tiempo a esta parte, todo el mundo se hubiera vuelto gagá con los niños. Se diría que gente acaba de descubrir, o mejor aún, inventar, la condición de padre o de madre, sobreactuando hasta convertirse todos en gallinas cluecas. Unos ejemplos curiosos. Madres que amamantan a sus criaturas hasta que cumplen dos años; parejas que practican el co-lecho, esto es, permitir que el nene duerma con ellos hasta que –y son palabras textuales “él mismo decida que ha llegado el momento de emanciparse”–; familias que piden un crédito para celebrar la primera comunión más cara / extravagante u original; padres helicóptero, así llamados porque revolotean sobre sus hijos planificando su ocio para que –supuestamente– no se aburran: móntate en el columpio, bájate del columpio, haz un castillo de arena, trepa al árbol, bájate del árbol, ¿qué tal ahora un poco de patinete? Y por fin mi imbecilidad favorita: entre los padres ricos y gagás de Estados Unidos se considera un signo de estatus organizar excursiones familiares a Nueva York para llevar a la muñeca de sus hijas a la peluquería. Lo curioso del caso es que esta manía de los padres de convertirse en party planners de la vida de sus hijos no está siendo bien recibida por los destinatarios de tan rendidas atenciones. “Me gustaría que mis padres tuvieran otro hobby que no sea yo” –le confesó un niño de once años a Adela Dubra, autora uruguaya de un libro que está teniendo un éxito enorme en el Cono Sur llamado Basta de tanto. También en el libro se señala la extraña paradoja de que las mujeres son las más perjudicadas por esta niñitis aguda. En efecto, si para ser una buena madre una tiene que parir en casa como ahora se propugna, amamantar a la criatura hasta que le salgan todos los dientes, y luego convertirse en un cruce entre mamá gallina y Mary Poppins, no queda tiempo para desarrollar una carrera propia o un trabajo interesante. Por supuesto todo lo que señalo afecta a personas con una cierta holgura económica. Cuando uno lucha por dar de comer a sus hijos, no tiene tiempo para pavada,s pero, aun así, existe en todos los estratos sociales una nueva corriente que culpabiliza sobre todo a las mujeres, haciéndoles sentir que son malas madres si no dedican el cien por cien de sus afanes a los hijos. Esta extraña contradicción no parece afectar demasiado a las feministas que tanto lucharon porque alcanzáramos lo que Virginia Wolf llamaba “una habitación o espacio propio” y qu, ahora se ve amenazado por esta roussoniana y estúpida corriente que nos devuelve al buen salvaje. ¿Se es mejor madre por anularse y dedicar toda la atención a los hijos? ¿Se traumarán los niños si se les dice que deben dormir en su propia cama? ¿Y si se les deja inventarse sus propios juegos en vez de llenarlos de chismes carísimos? ¿Nos fue tan mal a nosotros con padres que combinaban el afecto con la disciplina? A mí desde luego me gustaba más aquella clase de educación. Basta de tanto.
Carmen Posadas