En una de sus canciones el cantautor Víctor Manuel se pregunta que adónde irán los besos que no damos; y yo me pregunto si eso de los besos será como lo de los óvulos, que las mujeres traemos en nuestro nacimiento en un determinado número y, una vez que se acaban, se acaban, lo mismo si los utilizas que si no, o si los besos serán algo así como dicen que son los espermatozoides: que cuanto más los utilizas más tienes.
El beso en algunas culturas (como las orientales) ha sido considerado como algo tremendamente desagradable; otras (africanas) le confieren unas connotaciones tan sumamente lujuriosas que lo descartan hasta de su vocabulario, en donde no podemos encontrar un vocablo que lo designe; y en otras (Europa del Este) han exhibido a sus dirigentes políticos (machos y muy machos) arreándose un supremo beso en la boca para saludarse o sellar algún acuerdo. La nuestra, es decir, la cultura mediterránea, nos permite usar sin abusar del beso, sobre todo a las mujeres, ya saben: “El beso en España lo lleva la hembra (esto de la “hembra”…) muy dentro del alma”.
Sin embargo, yo creo que el beso puede ser uno de los mejores termómetros que pueden existir a la hora de tomar la temperatura a una relación y también a la hora de determinarla, porque, desde el frío e interesado beso que un político puede ofrecer en plena campaña electoral al primer beso que una madre da a su hijo recién nacido, hay un amplio abanico de emociones, incluida la traición, que se comunican perfectamente con un beso. Y, por tanto, dentro de una relación, de una situación, los deseos que sentimos acerca de dónde y cómo poner nuestros labios nos pueden informar a nivel consciente de los grados en los que inconscientemente arde o se congela nuestra alma.
A veces tenemos la certeza de que los besos que recibimos son de Judas, pero, como decía Sabina en una hermosa canción: “aunque sean de Judas, bésame un poco más”; es decir, nos saben tan bien que no nos importa el engaño o la traición y la preferimos a prescindir de los besos.
Otras veces nos acostamos con un apasionado beso en los labios y al despertar nos damos cuenta de que el beso de la mañana no es igual, como si la ternura se hubiese oxidado durante la noche y en lugar de sabernos a azúcar nos sabe a hierro, a sangre, a extracción de diente, y lo peor es que esto no ocurre de forma paulatina, no es que cada día nos sepan un poco peor los besos, no; un buen día nos damos cuenta de que no tenemos besos, de que se nos acabaron o se fueron no se sabe adónde (¡qué más quisiéramos saber!)
Y, entonces, cuando ya no se pueden ejercitar los músculos de la cara mediante el beso, el rostro se vuelve flácido e inexpresivo y se hace necesario un lifting o buscarse una buena foniatra que nos coloque ante el espejo y nos obligue a mandarnos besitos y a estirar la boca pronunciando de forma sorda todas las vocales.
Pero hete aquí, que, como dice el refrán sobre lo poco que dura la felicidad en la casa del pobre, hace unos días, este mismo periódico informaba de que, con solo diez segundos de un apasionado beso, se intercambian nada más y nada menos que la friolera de 80 millones de bacterias. ¡Toma ya! Estos científicos se cargan el romanticismo y se quedan tan panchos.
Que ya sabemos que no es cuestión de ir dando besos a diestro y siniestro y menos en la boca, pero, al paso que vamos, igual no estaría de más llevar un colutorio desinfectante y pedir amablemente a aquellos a los que se va a besar que se enjuaguen previamente bien la boca.
La buena noticia es que aquellas parejas que se besan más de nueve veces al día consiguen tener una flora bacteriana casi igual. Claro que, teniendo en cuenta que en nuestras bocas viven unos cien millones de bacterias por mililitro de saliva, también impide el posible juego de proponer: “Te cambio una legión de Streptococcus por una de Capnocytophaga. O unos cuantos hongos Geotrichum por otros tantos Candida”.
A ver, que la investigación está bien, pero ¿de verdad teníamos necesidad de saber esas cosas el ciudadano de a pie? Es que se han cargado de un plumazo las ganas de besar de un buen puñado de honrados besucones.
Vamos, que del por un beso… yo no sé/ qué te diera por un beso, ahora tenemos la respuesta para Bécquer. “Te diera millonadas de bacterias”. Y eso ni rima ni na de na.
Ana María Tomás
Pues a mí tu hermoso texto no me ha quitado las ganas de besar, qué quieres que te diga. No quiero besos de Judas, eso no, ni besos de políticos; pero una buena dosis de bacterias apasionadas me las pide el organismo y el alma, como pide el agua el jaramago en el desierto.
Es lo que tienen las bacterias, que no todas son malas: algunas son indispensables, por ejemplo, para transformar el mosto dulzón de la uva o de la manzana en un vino con cuerpo o en una sidra chispeante, capaces de levantar el ánimo más alicaído. Las bacterias del beso, como las palabras creadoras de belleza, mejoran, tú lo has dicho, una lánguida relación.
Yo soy de los que piensan que, en el caso que nos ocupa, nunca nadie se morirá de sobredosis; como mucho, tal vez, el efecto secundario de un leve sarpullido romántico, a la manera de una rima becqueriana.
Lo dicho, Ana, como apenas te conozco, no me atrevo a ofrecerte un trueque de una buena dosis de bacterias. ¿Qué tal si lo dejamos en un ligero beso en la mejilla?