Carlos Castán, LA MALA LUZ: La vertiginosa plasticidad de las palabras en la más bella de las derrotas.

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Mirar atrás y pararse a observar qué fue de nuestra vida aun a riesgo de ver aquello que menos nos gusta, o en palabras de Alejandra Pizarnik “explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”, tal y como aparece al principio de la novela, es un esfuerzo de introspección al que Carlos Castán nos somete a través de su atormentado personaje. La vida como juego de reflejos que apenas reconocemos, o al menos nos cuesta admitir, se transforma en un baile de recuerdos, sinrazones o deseos incumplidos que pesan como sólo lo hace el paso del tiempo. Este viaje a las tinieblas nos muestra los diferentes lugares que un día habitamos sin saber qué significarían éstos en nuestra vida futura. Como decía Paul Bowles, Debido a que no sabemos cuándo moriremos, pensamos en la vida como un pozo inagotable. Sin embargo, todo pasa sólo un cierto número de veces y, en realidad, muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás una tarde de la niñez, una tarde que se volvió una parte tan profunda de tu ser, que no concibes la vida sin ella? Tal vez cuatro o cinco veces más. Tal vez ni siquiera eso. ¿Cuántas veces más verás salir la luna llena? Tal vez veinte. Sin embargo, todo parece ilimitado». En esta biografía de la derrota, a poco que nos descuidemos caeremos por la grieta autodestructiva del recuerdo del Arthur Miller de los Trópicos, en el Bukowski más melancólico o el John Fante más derrotista, pero estaremos errando en el blanco, porque las influencias de Castán son otras. Y ahí encontraremos a Marguerite Duras con su psicofonía del dolor y el deseo, a Marcel Proust con su dominio de la palabra y el tiempo, o a Paul Celan en su estrategia de la autodestrucción, como artífices de esa búsqueda de la belleza en la derrota que Castán adereza de una forma sublime con la vertiginosa plasticidad de las palabras. Nada es igual después de leer La mala luz, pues caemos bajo ese poderoso influjo de ver y contar la vida como si ya no nos pudiéramos desprender de esas gafas con cristales ahumados para ver la luz, por muy gris que sea en apariencia. Las virtudes narrativas de este monólogo interior autorreflexivo son muchas, y la primera de ellas es la búsqueda de la estética léxica a través de una prosa estremecedoramente poética.

Sin embargo, La mala luz es algo más, porque frase tras frase, metáfora tras metáfora, nos adentramos en el sinuoso terreno del alma humana, donde los recuerdos ya no moldean nuestra vida, pero sí la forma de verla. Ver, observar, atribularse tras la palabra para intentar salir de nuevo a flote. Todas ellas herramientas que Castán emplea muy bien, proporcionándole a su protagonista una voz propia, única y distinta. Una voz que se nos presenta tan cercana que el autor transita por la primera persona con total fluidez para que nada quede fuera del alcance de un hombre que no tiene nombre, pero sí dolor y necesidad de redención, pero, en vez de buscarla en Dios, lo hace en la propia vida, en el sexo, en el alcohol, en Marguerite Duras, en Celan…, en la poesía…, en la literatura. La fuerza de esta alentadora novela está en su capacidad de enredarnos en la intrahistoria del personaje que aborda, lo que nos lleva a afirmar que otra literatura sí es posible, donde el don de la palabra está en primera fila, así como esa necesidad de trascendencia existente en la buena literatura de siempre, tan denostada en la actualidad.

¿Qué nos queda entonces? Si acaso huir a París y ponernos a mirar el Sena en el puente de Mirebau buscando a Celan… Sí, mirar al Sena, donde, una vez más, la imagen del suicidio como acto sublime de libertad se torna tan bello como literario, o tan cinematográfico como la escapada al final de la noche presente en el film Los amantes del Pont Neuf, donde el destierro y el miedo, pero también el amor, son las fuerzas que mueven el universo de unos personajes cuya gran condena no es vivir, sino el miedo a perderlo todo.

 

Ángel Silvelo Gabriel

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