Blacke Edwards y Henry Mancini, una combinación explosiva en el mundo del cine. Han sido muchas las ocasiones en las que el tándem “Edwards-Mancini” se ha puesto en marcha (La pantera rosa, entre otras) y, sin embargo, procurando no menospreciar ninguna de las obras que ambos genios han realizado, me quedo con Días de vino y rosas, un clásico entre los clásicos del cine dramático premiado hasta la saciedad. El Oscar a la mejor canción, Golden Laurel en la categoría de drama, mejor actriz y actor dramático, premio Concha de Plata del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, son una muestra de algunos de esos premios.
Que la vida es pendular, que los seres humanos vamos de un extremo a otro en determinados momentos de nuestra vida, no es ninguna novedad. Perderse en la ínfima línea que separa la felicidad desmedida de los infiernos más profundos, arrastrados por la poderosa fuerza del amor enfermizo, es una realidad tan cierta como que la tierra es redonda.
Días de vino y rosas muestra todo eso en la pantalla, y lo hace desde la apasionada interpretación de Jack Lemmon (Joe Clay) y de Lee Remick (Kristen Arnese).
Joe Clay, un representante de vida chisposa y sumida en el alcohol, conoce a la joven y anodina Kristen Anersen. Se enamoran perdidamente. El matrimonio y una convivencia presidida por los apasionados momentos que el amor les proporciona, combinados con el horror más espantoso al que el alcohol les arrastra, convertirán su vida en un infierno de infelicidad y mentiras. Anersen, inicialmente reacia a sucumbir a los paraísos artificiales por los que termina vagando Clay, se verá arrastrada a ellos, perdiéndose definitivamente en un mundo inexistente con olor a ginebra. Y ahí quedará, sola, cayendo por la pendiente de un vacío destructivo, porque Clay dejará atrás la bebida sin conseguir que su esposa le siga esta vez.
¿Es posible pasar de la alegría desmedida y artificial a las ganas de morirse y terminar con todo? ¿Es posible vivir en el terror más absoluto del qué pasará mañana? Pues lo es, en el cine, como en la vida, todo es posible, pero estos tránsitos vitales en la ficción sólo pueden llevarse a cabo cuando para mostrarlos se cuenta con grandes actores. La interpretación de Jack Lemmon es genial. Sus registros en el cine son múltiples y variados y es capaz de hacernos desternillar de la risa (Con faldas y a lo loco) y, al tiempo, con un rotundo cambio de registro, dejarnos en un estado de shock (Días de vino y rosas). Su interpretación en esta película es desgarradora. En una de las escenas Clay (Lemmon), completamente enloquecido, grita su desgracia bajo la lluvia, una escena que muestran la capacidad dramática, a veces olvidada, de este gran actor.
Si alguien ha vivido de cerca, en la manera que sea, el horror de las relaciones dependientes, del infierno de la vida mediatizada por el color de la última copa que se tomó, de las resacas insoportables, del miedo a perder el control y no reconocer ni siquiera la cama en la que se encuentra al despertar, de las mentiras como sistema, comprenderá que ésta, y no otra, es una de las mejores películas que muestra estos infiernos personales.
Días de vino y rosas nos sitúa al borde del abismo para que, una vez en el filo, nos asomemos con cuidado, nos horroricemos con el infierno de otros y volvamos a nuestra realidad mirando de reojo a cada uno de nuestros costados.
Una película grandiosa, tanto como Jack Lemmon, tanto como Blacke Edwards, tanto como Henry Mancini. Tremenda.
Anita Noire
Un clásico duro y actual, con una interpretación magnífica. Yo siempre he sido fan de Jack Lemon, en todos sus papeles, aunque reconozco mi debilidad por el Baxter de «El apartamento».
(Ahora habría que decir la famosa frase de «ya no hacen películas como las de antes»… Y un poco de razón sí que tiene.)
Un abrazo.