Hay poetas que luchan hasta encontrar una voz y, una vez que han logrado su propósito, se instalan en ella y repiten la fórmula incansablemente, bien porque les resulta cómoda desde el punto de vista intelectual o porque les resulta rentable desde el punto de vista comercial. Fulgencio Martínez (Murcia, 1960) no es uno de ellos, y no se resigna a la aceptación de esa mecánica empobrecedora. Sus versos son siempre búsquedas, niebla rasgada, manotazos lúcidos que ansían la luz; de ahí que sus volúmenes de poesía constituyan, casi literalmente, una cartografía cronológica de su espíritu, donde afloran voces, temas, ritmos, filias y fobias, al modo de una secuencia de diapositivas interiores. Si tiene claro que “el poeta es un artesano / que practica el noble oficio / de dar luz a las palabras” (o quizá de recibirla de ellas), está igualmente claro que el vate es un ser receptivo, especial, tenso, que ejecuta siempre la tarea agónica de “habitar la inquietud”. Fulgencio Martínez, consciente de la labor sisífica del poeta auténtico, esmalta una serie de abordajes emocionales e intelectuales a temas de toda condición. En “Turista en la metrópolis” nos sitúa en Lisboa, en dos secuencias separadas por veinte años de distancia (el tiempo es la única distancia) y por un tono diferente: de la felicidad ingenua a la melancolía lánguida. Y Fernando Pessoa como telón de fondo. En “Campamento de rumanos en el sur de Francia” nos muestra valiosas líneas de compasión por el débil, el arrojado, el preterido. Y en otros poemas nos informará sobre alineaciones significativas (“He nacido en el siglo / de César Vallejo”) y sobre prevenciones también significativas, dibujadas sobre anonadantes muestras de encabalgamiento (“Retírate de la cornada pero más / de las canciones de amor; más del humo / que del fuego, y más de los felices / autoengañados que de los tristes”). Consciente de la finitud, que es aceptada con estoicismo (“No amanecerá siempre”), el poeta tiende en ocasiones la mirada hacia el pasado, con el objeto de tributar homenajes a personas como Dolores Ibárruri, la Pasionaria, por su condición de metáfora humana y combativa (“Un nombre parlante”); otras veces se centra en la actualidad, para hablarnos de esa juventud fresca y libre que pide cambios reales y nobles en el mundo (“Derecho a manifestarse”) o de esa casta gobernante que, a despecho de toda honestidad, ha enfangado y envilecido la economía y la política del país (“Discurso de acogida a los imputados electos”); y en otras buscará el maridaje entre pasado y presente, como en “Nocturno de Ulises”, donde el protagonista alude a las sirenas para referirse a las mujeres que atienden con su voz a los clientes de una línea erótica telefónica. Fulgencio Martínez, versátil, eficaz, profundo y lírico, nos deja en las manos este volumen de El año de la lentitud para invitarnos a la reflexión y para inundarnos con la belleza de sus palabras. Una tentación irresistible.
Rubén Castillo