El corrector. Por Rubén Castillo

El corrector.

Podríamos hacer un resumen de urgencia, tan tonto o tan insuficiente como todos los resúmenes: se llama Vladimir, tiene 35 años, vive en la costa gallega junto a su actual pareja (Zoe), trabaja como corrector de textos literarios (en los momentos en que se inicia la novela está ultimando las galeradas de la obra Los demonios, de Dostoievski), fue un prometedor literato que se frustró después de un par de novelas (decidió dejar ese camino de su vida), su editor se llama Uribesalgo, su mejor amigo es Robayna, tiene un hijo secreto con otra mujer (fruto de una larga separación de su mujer, que le deparó el conocimiento de otras chicas) y, lo que es más trascendente, acaba de despertar la mañana del 11 de marzo de 2004 y se ha visto inundado con la noticia brutal del atentado de Atocha. Desde el principio la juzga «una errata que, para nuestra desgracia y futura vergüenza, nadie podría ya borrar jamás» (p. 19), y no puede evitar que todo lo que ocurre durante las siguientes veinticuatro horas (reflexiones, miedos, llamadas telefónicas, añoranzas) giren alrededor de ese acontecimiento axial que ha sufrido su país, sobre ese punto de inflexión que con total seguridad habrá de cambiarlo.
Siguiendo el hilo de la obra nos encontramos meditaciones interesantes sobre la condición literaria («Donde el escritor encuentra su mayor premio: la dignidad»), sobre la corrupción que se ha vertido sobre los términos más graves y hermosos («Democracia, justicia o libertad. Todas esas palabras, en realidad tan profundas que deberían quemar la lengua del que las pronuncia sin respeto, han perdido su significado»), sobre la aparente vaciedad de las charlas humanas («Para qué demonios le contamos nada a nadie. Nuestros sueños, nuestras pesadillas, nuestras vigilias: para qué, qué sentido tienen: ¿rellenar un hueco?, ¿postergar un tiempo maldito?, ¿aliviar el tedio?») o sobre la raigambre pura de algunos de nuestros sentimientos («Salvo el amor, cualquier negocio de este mundo puede ser aplazado para mañana»).

Pero es que, si lo miro desde el punto de vista exclusivamente estilístico, el volumen está adornado de tantas virtudes, de tantas joyas verbales, de tanta precisión y tanta belleza, que siento que he encontrado a otro de esos autores que valen la pena. Procuraré confirmarlo con otros libros suyos.

Rubén Castillo

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