El mundo como era. Por Amelia Pérez de Villar

Amelia Pérez de Villar

Leí hace un par de años un artículo soberbio de Javier Marías defendiendo el mundo tal como era antes, cuando los que tenemos hoy entre 45 y 55 años éramos pequeños. Como dicen esas páginas que circulan por Internet –algunas convertidas en libro–, los que fuimos a EGB, y los que –como narran esos PowerPoint medio de broma, que también circulan por Internet– jugábamos toda la tarde en la calle, sin móvil, subidos a bicicletas no homologadas o a columpios de hierro.

Se nos ha ido la mano, seguramente. Marías basaba su defensa en un hermoso alegato de las películas del Oeste, un género del que he sido consumidora de adolescente, aunque ahora (sentimiento fomentado tal vez, en parte, porque me resulta una tomadura de pelo el que en cadenas televisivas como Telemadrid no haya mucho más que ver, o tal vez porque con la edad cambian los gustos) me cansan un poco. Marías defendía como valores la valentía, el derecho a la venganza, y el derecho a odiar. Dicho así puede parecer crudo y horrendo, y es además terriblemente inexacto. Pero no debemos olvidar que en el mundo de entonces vengarse –o mejor dicho, resarcirse– no implicaba publicar para todo el que quisiera verlo mensajes o imágenes que pudieran causar la vergüenza de la víctima, ni sumirla en una indignidad sin retorno, sino sólo darle una lección. Antes nos obligaban a ser correctos y respetuosos, cosas que se deberían seguir haciendo, pero no a querer a todo el mundo. Había gente que no nos gustaba. Nosotros no gustábamos a todo el mundo. Y eso se consideraba legítimo. Lo único que había que hacer era no decirlo: no hacer daño. Algo que la sociedad de hoy considera hipócrita, mientras da su beneplácito silencioso a publicar en una red social un vídeo íntimo de una expareja o describe con el pomposo término de bullying el insultar a un niño de tu clase (y me refiero simplemente a llamarle “tonto”… Que levante la mano aquel a quien no le hayan llamado tonto de niño) y equiparando esa forma de actuar con otros comportamientos verdaderamente graves.

He buscado el artículo de Marías, sobre todo para que nadie piense aquí que el buen hombre (ni yo misma, desde luego) hace apología de la violencia, y porque él lo explicaba todo mucho mejor que yo. Pero el artículo, y eso trataré de transmitir, me hizo reflexionar. Antes una pelea de chiquillos no era más que eso. Y por ello nos llevábamos una reprimenda o un castigo, de los padres, de los profesores, o de ambos. Y con toda la razón. Y luego había que pedir perdón, otra práctica que se ha perdido de modo inexplicable. Y una cosa era pedir perdón por haber pegado o insultado a otro, y otra que te tuviera que caer bien, aunque a veces los peleados acabaran siendo los mejores amigos. Pero cuando esto sucedía era de forma espontánea: nadie estaba obligado a amarse ni era un asesino en potencia por poner a otro la zancadilla. Antes uno fumaba pidiendo permiso a quien tenía a su alrededor, al dueño de la casa o al empleado del lugar donde estaba, y se privaba si veía que iba a molestar. Ahora fumadores y no fumadores esgrimen sus derechos como si esto fuera la revolución del 17. Antes nos regalaban muñecas a las niñas y coches a los niños, jugábamos juntos y nos cambiábamos los juguetes, y luego nos saltamos lo roles: salieron de aquellas niñas mujeres coquetas que hoy son profesionales independientes, y hombres muy masculinos que nunca sacaron el carnet o que acabaron de chef en su propio restaurante, objetores de conciencia que blandieron espada y dispararon metralletas. Muchos han seguido siendo amigos de adultos. Antes los niños jugábamos con otros niños que querían jugar con nosotros, después de preguntárselo directamente, y no íbamos al museo a hacer un taller participativo con los padres, porque los padres tenían que trabajar y jugaban con nosotros cuando podían, y no en horario de taller del museo, el sábado de once a una, porque lo mandara un consorcio.

Era, en definitiva, un mundo donde un arma no te impulsaba a matar, concepto abstracto e inasequible para un niño de 7 años: simplemente te hacía sentirte poderoso, diferente, intocable: un héroe. Otro sentimiento humano que ha caído en desgracia: en lugar de dibujarse un límite, se ha anulado, llenando las aulas de niños inseguros y proclives a que los demás les inflijan un daño gratuito. Ahora, que tenemos tanto cuando otros siguen sin tener nada, es una vergüenza que utilicemos tan mal nuestros recursos. Es como desaprovechar la comida… otra cosa que ya no se enseña, por cierto, en un mundo donde ser solidario vende tanto y llena tantos photocalls.

El mundo de ayer de Stefan Zweig

Me gustaba más el mundo como era antes, porque la medida de las cosas era la mesura de toda la vida, imperaba el sentido común y había bondad, no buenismo. El de hoy se me antoja una estafa donde todo se ha desvirtuado en aras de unos intereses que parece habernos grabado a fuego un ente superior, con el único fin de clasificarnos y controlarnos. Y la gente, más infeliz que antaño: más insatisfecha, más descontenta, más desorientada. Algo hemos hecho mal, a pesar de tanto afán protector, legislador, controlador. En algún tramo del camino hemos cogido un desvío errado. Los vaivenes de la historia del siglo XX tal vez han tenido algo que ver, han repercutido en nuestras historias domésticas, en nuestras relaciones sociales y familiares. Pensaba en ello no hace mucho, leyendo El mundo de ayer de Stefan Zweig (Ed. Acantilado, traducción de J. Fontcuberta y A. Orzeszek), y llegué a la conclusión de que la vida de un ser humano es casi siempre demasiado larga para que sea feliz y estable de principio a fin. Casi todas las generaciones repiten aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor” y muchas veces es difícil ponderar si vivieron mejor nuestros padres y abuelos o vivimos mejor nosotros: más allá de lo obvio, quiero decir, del bienestar físico y la abundancia material. El entusiasmo con el que Zweig narra sus años mozos, y la amargura con la que contempla la deriva que va tomando su vida, paralela a la de la vieja Europa, paralela a la del mundo occidental, me provocaron un sinfín de sensaciones agridulces. Envidié su niñez acomodada y rodeada de la cultura y el refinamiento literario y musical de la antigua Viena, y su tesón a la hora de abrirse paso en su carrera. Su lucidez, su capacidad para trabajar duro, su humildad y el continuo agradecimiento que transmiten sus historias, cuando no lo expresa directamente. Humildad y agradecimiento: creo que son ya, también, especies en extinción. Ahora que hay que decirlo todo poca gente expresa públicamente su agradecimiento por lo que tiene, o por lo que ha logrado. En esta cultura nuestra de la incultura y el exhibicionismo más obsceno parece que la frase que lo resume todo es esa máxima de la Choni, que reza “Diva se nase, no se hase” y “De tu envidia nase mi fama”. Y me imagino a la envidia como ese Diablo, narrador en off de tantas películas, al cual servimos ahora en mayor o menor medida casi todos nosotros.

Lean El mundo de ayer si no lo han hecho ya. Si lo han hecho, reléanlo. Verán cuántas de las cosas que Zweig narraba, hace años ya, en retrospectiva, las vemos hoy en las noticias de las tres. Me sabe mal concluir que ese mundo, o tal vez el ser humano, no tiene solución, pero me ha resultado catártico comprobar que las cosas que yo recordaba (esos padres que ahorran y te empujan a estudiar, ese enamoramiento súbito de un poeta al que no conoces, salvo a través de la letra impresa, el afán de superación y las ganas de saber) habían sucedido alguna vez. Hubo, y espero que vuelva a haber, gente curiosa, “entusiasmada con entusiasmarse”, en palabras del autor. Termino esta entrada con un párrafo de la última parte del libro: “Quizá me empujaba [a viajar] el presentimiento de que era necesario almacenar, para tiempos más tenebrosos, todas las impresiones y experiencias que el corazón pudiera contener, mientras el mundo permaneciera abierto”.

Amelia Pérez de Villar

Blog de la autora

3 comentarios:

  1. Buena recomendación y sabia reflexión que comparto de cabo a rabo. No se puede ser bueno (ni malo) por decreto y me entristece ver cómo cada vez se legisla más todo, se reducen los espacios de libertad y la sociedad se convierte -nos convertimos- en un muestrario de hipocresía teledirigida que, para colmo, no conduce a ninguna mejora de la convivencia. Excelente, Amelia. Un abrazo.

  2. Magnífico artículo Amelia. Creo que defines y explicas muy bien esa venda que tenemos en la actualidad, donde nos olvidamos de lo esencial

  3. Me quedo con esta frase sobre la que reflexiono una y otra vez: «Y la gente, más infeliz que antaño: más insatisfecha, más descontenta, más desorientada». Si eso es así (y yo también lo creo), es que, evidentemente, todo ha cambiado a peor.
    Y gracias por esa recomendación de Zweig. Ese libro en concreto no lo he leído, pero cualquier cosa que brote de su pluma me ha hecho siempre disfrutar.
    Muchos besos y feliz (y mejor y más orientado) 2015.

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