El otro día me abordó por la calle una señora de cierta edad para decirme: “Oye, Carmen, a ver cuándo escribes algo sobre el niñocentrismo, vaya plaga”. –¿Niñocentrismo? –repetí, porque nunca hasta ahora había oído el palabro–, y ella continuó: “Sí, ya sabes a qué me refiero, a esa epidemia de papás babicaídos que creen que los niños son el ombligo del mundo. En mis tiempos, los adultos ni te miraban a la cara hasta cumplir lo menos catorce años y aún entonces tenías que hacer virguerías para ganarte su interés». La expresión “En mis tiempos” siempre me ha dado un poco de yuyu. No soy de los que piensan que todo tiempo pasado fue mejor pero, aun así, aquella señora me dejó cavilando. No es que el tema de cómo es en nuestros tiempos la relación entre niños y adultos sea nuevo para mí, de hecho creo que ya he escrito bastante sobre ello. Recuerdo sobre todo un artículo llamado «Niñitis aguda» en el que hablaba de que, de un tiempo a esta parte, padres y madres se han convertido en una mezcla de Mary Poppins y gallina clueca: que el niño no se aburra, que el niño no se frustre, que sea siempre el rey de la casa… Y eso está muy bien, pero siempre que no se sobreactúe, como me parece que está pasando últimamente. ¿Se han dado cuenta, por ejemplo, de que, cuando hay un niño presente, todo el mundo, para demostrar que es una persona sensible y enrollada, propicia que la conversación gire en torno a la criatura (no importa la edad) hasta el punto de que solo habla ella y el resto la escucha en éxtasis como fuera la reencarnación de Demóstenes?
¿Cuándo empezamos a poner a los niños en el centro del universo? ¿En qué momento pasamos del “Cuando seas padre comerás huevos» a “Mi hijo es mi mejor amigo?”. Personalmente tengo una teoría al respecto. Creo que todo viene, por un lado, de un efecto péndulo que hace que los padres de hoy quieran ser la antítesis de lo que fueron los suyos, tan autoritarios. Y por otro, del poder amplificador de memeces y topicazos que tienen las revistas del cuore. Todos los que salen en este tipo de publicaciones dicen siempre las mismas obviedades lelas y el hit parade de las frases más usadas es más o menos este: “Lo más importante para mí es la familia” (vaya novedad). “Mis hijos son lo primero” (como si no lo fueran para todo quisque). Y luego está la inefable frasecita “He encontrado al hombre/mujer de mi vida” que, por cierto, se repite cada vez con más frecuencia y con distinto partenaire, porque los amores eternos de ahora son más cortos que las mangas de un chaleco.
Pero volviendo al tema de los niños, es muy curioso ver cómo, a pesar de haber convertido a los menores en el centro del universo, no parece que estén mejor educados y tampoco que sean más felices que los de antes. En lo que se refiere a la educación, esos padres gagás parecen prestar mucha atención a ciertas cosas y muy poca a otras. Por ejemplo, la agenda extraescolar de los niños de hoy es más apretada que la de un ministro. Los lunes kárate, los martes chino, los miércoles inglés, los jueves informática y así hasta agotar la semana y por supuesto el bolsillo de los abnegados padres, que se privan de mucho para dar la mejor formación a sus criaturas. En cambio, esos mismos heroicos progenitores no se toman la molestia de adiestrar a sus hijos en saberes mucho más baratos pero también importantes como lo que antes se llamaba una buena educación: respetar a los mayores, saludar, saber comer, decir gracias y por favor… Sí, todas estas antiguallas que antes nos enseñaban y tan trasnochadas parecen. Y sin embargo tenían su razón de ser. No solo porque la vida es más agradable cuando la gente piensa en el prójimo, sino porque no creerse el centro del universo y con derecho a todo desde la cuna es algo muy útil. Esos niños que están acostumbrados a ser el ombligo del mundo descubrirán un día que no lo son, y entonces solo les espera la frustración. Es el viejo síndrome del príncipe destronado, una auténtica fuente de infelicidad, por cierto.
Carmen Posadas