Una de las mejores cosas que tiene el oficio de traductor es que lees libros que tal vez nunca te hubieras sentido impulsado a leer de otra manera. Y es bien sabido que la lectura del traductor es la más sesuda, la más profunda que se puede hacer de un texto, con lo que el conocimiento que llegas a tener de la obra y, en ocasiones, del autor no sólo es más sólido, sino que además tiene múltiples facetas, como un diamante. Creo que eso me pasó con este libro. No sé si lo hubiera leído guiada sólo por el texto de contra. Puede que sí. Puede. Pero la experiencia de ir quitando capas, de saltar de un escenario a otro, de una época a otra no ha tenido comparación para mí como lector-traductor. Estoy segura de que cautivará a aquel que lo lea, simplemente, guiado por un afán de disfrutar de la lectura.
Aún me siento una aprendiz en esto, a pesar de los años de oficio. Los lanzallamas, de Rachel Kushner, publicado esta misma semana por Galaxia Gutenberg, es la segunda novela contemporánea que traduzco. Habituada a traducir contratos o ensayos, literatura específica o la obra non-fiction de pesos pesados de las letras como Harold Bloom o Henry James, la incursión en la novela actual fue a partes iguales un reto interesante y una fuente de preocupaciones. Superados los primeros momentos de duda (¿lo haré bien?, ¿daré el tono adecuado?, ¿quedarán fluidos los diálogos?, ¿se plasmarán los personajes a través de su discurso como están plasmados en el original, como su autor los concibió?) me asaltó un espanto desconocido hasta entonces. Porque Los lanzallamas comienza con una escena de la Primera Guerra Mundial que, por decirlo levemente, no es romántica. Qué me voy a encontrar aquí, pensé. Asesinatos, descripciones detalladas de los más atroces horrores, para las que tendré que encontrar la mejor-peor palabra… No. Tuve suerte. Dicen las reseñas hasta ahora publicadas de Los lanzallamas que es un libro que no puedes dejar de leer. Lo corroboro. Yo tampoco podía dejar de traducir, literalmente. Y no tanto por la presión del plazo, que no era tal (algunos editores saben bien que las prisas no son buenas amigas de la calidad) sino por el ritmo trepidante de la historia, la estructura impecable de la novela, su complejidad, paradójicamente fruto de la sencillez con que está narrada, la ingenuidad y la franqueza del narrador y la habilidad con la que se entretejen dos tiempos narrativos diferentes: dos vías que fluyen paralelas hasta encontrarse, se encuentran, estallan y… tal vez, comienzan a desviarse de ese punto central para seguir cada una su propia evolución. “FAC UT ARDEAT”, “Haz que arda”, ese comienzo de un verso del Stabat Mater grabado en la piedra de una chimenea es la pieza que aglutina todas las líneas argumentales y que desgrana el sentido del título.
Los lanzallamas es una novela sobre las relaciones humanas, una labor bordada sobre un lienzo que abarca casi todo el siglo XX. O deberíamos decir “todo”: desde la Primera Guerra Mundial (batalla del Isonzo, menos literaria que las de Verdún, Somme o el Marne) hasta los años setenta: las revueltas sociales italianas, pasando por el iluminismo artístico del Nueva York de los sesenta, la Factory de Andy Warhol y la música de los Stooges. Claro que la historia empieza antes, pero eso no lo sabemos en las primeras páginas del libro. Y acaba con el peinado setentero de Pat Nixon. O, para ser exactos, el libro no acaba ahí, pero sí lo hace la historia. La decadencia del género humano se plasma en formas de arte que más bien parecen tomaduras de pelo, en las costumbres de una panda de juerguistas pistoleros, en una borrachera estética que es a la vez un canto al exceso (de ello habla Fernando Castro Flórez en su libro de reciente publicación Mierda y catástrofe, Fórcola, 2014) y una disección de nosotros mismos, de nuestros proyectos de vida, y de nuestros sueños. Aquellos que, como yo, encontrasteis que A propósito de Llewyn Davis no contenía todo el Village neoyorquino que habíais esperado, lo encontraréis aquí. Pero creo que lo que más me fascinó fue su capacidad para contar historias. Los lanzallamas tiene en su interior tal cantidad de historias que leerla es un poco como volver a escuchar a Sherezade. Historias de nuestra historia, de la de toda una generación que ha vivido esos hechos en primera persona o los ha leído en los libros de texto. Me gusta su retrato del siglo XX elevado al rango de siglo histórico más allá del NO-DO. Me gusta su verosimilitud, aunque Kushner me obligó en numerosas ocasiones a contrastar si aquel grupo a cuyo cantante apalearon porque “no era tan duro” era en realidad de Chicago o no. Si el artista que se paseaba por las exposiciones enarbolando un bastón era un personaje de ficción o existió realmente. Si hubo un cuerpo, ya en la Primera Guerra, que se llamaba así, “los lanzallamas”. Hay tanto dentro de este libro que creo que con él romperé mi pacto y lo leeré como tal, cosa que nunca hago. Espero haberos convencido. Si no es bastante, terminaré con un breve diálogo que entresaco con una verdad como un puño:
—Para —le dije con las lágrimas corriéndome por la mejilla. —Déjalo ya. ¿Por qué haces esto?
—Para demostrarte que la verdad no tiene utilidad alguna —respondió.
Amelia Pérez de Villar
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