«Dichosos los inmunes/ al maldito virus de la indiferencia… / otra enfermedad de los saciados.» Estos hermosos versos, de mi querido y admirado amigo Salvador Moreno, me sirven, como anillo al dedo, para entrar de lleno en el tema del virus que parece ser ya pandemia en las sociedades, al menos en aquellas «saciadas».
Hace unos meses se hizo un experimento en Nueva York: personas absolutamente integradas en la sociedad y en una posición económica media se prestaron a parecer, durante unos días, unos indigentes. Se apostaron a las puertas de sus propias casas vestidos de pordioseras ropas y pidieron la caridad de los transeúntes, incluidos sus familiares más cercanos, que pasaron de largo junto a ellos, más que sin reconocerlos, sin mirarlos.
Momentos antes de comenzar a escribir este artículo, una de mis hijas que estudia en Madrid me llama para decirme que, en mitad de un trayecto en el metro, todo comenzó a darle vueltas, se sintió muy mal y tuvo que dejarse caer al suelo del vehículo ante la posibilidad de desplomarse y, sobre todo, ante la indiferencia del resto de viajeros que ni se molestaron en auxiliarla, cederle un asiento o interesarse por algún aspecto de su persona.
Esta misma semana, el escritor José María Merino se lamentaba, en una entrevista realizada en este periódico, de la incapacidad que tenemos y demostramos de no ver el sufrimiento en el mundo; de la pasividad a evitar males que podríamos evitar: como el hambre; de la barbarie del ser humano no ya con las obras de arte de siglos, refiriéndose a los milicianos del Estado Islámico en Mosul, sino con otros seres humanos y con la propia Tierra, nuestro hogar, al que machacamos sin piedad o consideración alguna.
La religión cristiana propugna que todos somos hermanos, pero, más allá de planteamientos religiosos, Merino argumentaba que todos somos primos (yo diría que unos más que otros; al menos, algunos lo hacemos más) y que estaba demostrado que todos los seres humanos venimos de siete cepas mitocondriales. Pero, claro, una cosa son los argumentos científicos o religiosos y otra, bien distinta, la realidad cruda y dura del día a día.
Es verdad que nos sobran ejemplos de P.S.A., es decir: personas sobradamente altruistas que viven entregadas a los demás; es cierto que son muchos los que han sido enviados al más allá por intentar detener una pelea, mediar en ella o defender a algún inocente. Pero también es verdad que andamos rodeados del virus de la indiferencia del que hablan los versos del poeta. Una indiferencia al sufrimiento ajeno y un sadismo hacia nuestros semejantes, a veces, rayando en la imbecilidad más absoluta: como el gilipollas de Talavera que disfrutaba al ver cómo derribaba de una patada a una chica que esperaba paciente a que el semáforo le diera paso. Un gilipollas al que no le bastaba el placer de hacer daño gratuito o la indiferencia a partirle a alguien una pierna o el coxis, sino que también necesitaba dejar constancia grabada de su fechoría. Un gilipollas patrón tipo de otros muchos como él que pegan a indefensos viajeros, queman inmigrantes refugiados en cajeros automáticos o empujan a las vías del tren a cualquier viandante confiado.
¿Inmunes al maldito virus de la indiferencia? ¿A ese peligroso virus que nos hace ignorar a una criatura que se desploma ante nuestros ojos porque vaya usted a saber si va hasta arriba de droga o si es un gancho para que, cuando me acerque a preguntarle qué le ocurre, me saque una jeringuilla, una navaja, una pistola, o vaya usted a saber, y me atraque?
Decía John Wesley: «Haz todo el bien que puedas, por todos los medios que puedas, de todas las formas que puedas, en todos los lugares que puedas, todas las veces que puedas, a todas las personas que puedas, todo el tiempo que puedas». Le faltó decir que quien lo hiciera sería dichoso por permanecer inmune al maldito virus de la indiferencia.
Quizá la vacuna para ello consista en ser capaces, por unos momentos, de ver en aquellos que demandan nuestra ayuda el rostro de alguno de nuestros seres más amados. Pero, claro, para ello hay que echarle mucha imaginación a la cosa.
Ana M.ª Tomás
Todo se junta. Nos hacemos inmunes al dolor, nos convertimos en seres indiferentes, nos refugiamos en el miedo, desconfiamos… Esa es la sociedad en la que vivimos. Cambiarla depende de nosotros, aunque tarea fácil no es.
Un beso enorme.