Somos individuos con vida propia, pero hasta los rincones más recónditos de nuestro ser llegan los suspiros, los anhelos y miedos de los otros, no sólo de los cercanos, de los familiares y amigos, sino los de la multitud, el respirar colectivo. Es inevitable formar parte del grupo, sea éste pequeño o grande.
Pero hoy las fronteras del grupo se han vuelto cada vez más amplias y difusas, más etéreas, por eso nuestra primera reacción es volver a definirlas, hacerlas más pequeñas, visibles y controlables. Es el origen de todos los nuevos nacionalismos, regionalismos y provincianismos. Buscamos así ser menos vulnerables, defendernos mejor de todo lo que nos amenaza. Pero el intento es inútil.
Estamos sumergidos en multitud de identidades colectivas, muchas de ellas contradictorias. Es casi imposible consolidar un sentimiento de pertenencia poderoso que arrastre a una multitud hacia una acción clara y decidida, sea la que sea. Los nacionalismos son los que están más cerca de conseguirlo, pero las fuerzas disgregadoras internas siguen siendo todavía difíciles de canalizar.
No sabemos dónde empieza y dónde acaba nuestro ser colectivo:¿Un territorio acotado artificial o arbitrariamente? ¿Un partido, sea de derechas o de izquierdas, cuya ideología es cada vez más indefinida y volátil? ¿Un pasado glorioso convertido en mitología? ¿Unos intereses corporativos ya apenas existentes? ¿Una solidaridad de clase imposible de limitar o definir? ¿Una religión? ¿Un equipo de fútbol? ¿Una bandera, una nación? ¿Un Estado? ¿Una lengua?
Esto es lo nuevo del momento histórico en que vivimos: la imposibilidad de construir un verdadero sentimiento colectivo de pertenencia a algo que nos interese de verdad a la mayoría. La desconfianza más radical nos impide defender nada hasta el punto de empujarnos a la rebelión, a sublevarnos, a provocar un estallido que produzca la catarsis colectiva que necesitamos. A lo largo de la historia, cuando se ha llegado a un punto crítico, como es el actual, siempre surgía ese sentimiento colectivo que provocaba la reacción y la catarsis, con independencia de que luego condujera a otra catástrofe, como en el caso de nuestra última guerra civil.
Es precisamente esta última experiencia la que nos ha convencido de lo inútil, también, de las revueltas sangrientas, de las guerras civiles que obligan a definir bandos artificialmente, algo que nos deja en manos de manipuladores, maestros del engaño y la mentira, psicópatas poderosos y despiadados tecnócratas.
(Fotos: S. Trancón)
Pero la catarsis, aunque casi imposible, es hoy absolutamente necesaria. Necesitamos que vayan a pudrirse a la cárcel los que han robado a toneladas, los que han mentido a diestro y siniestro, los que nos insultan, amenazan y e intoxican la mente cada día con patrañas y engaños, banqueros, políticos, jueces y voceros cuyos nombres están en boca de todos. Y de todo este hediondo lodazal, en el que nos quieren meter a todos por igual, hemos de empezar a discriminar, a individualizar y colocar en la picota a los máximos responsables, estén donde estén, aunque sea presidiendo cualquiera de los gobiernos en que hoy está disgregada la responsabilidad y la identidad colectiva.
Sí, cuanto más imposible, más necesaria es la catarsis. Lo contrario es la muerte por inacción, por inanición, por desesperación, por indefensión. La mayor responsabilidad recae ahora en quienes, pudiendo canalizar y provocar esta catarsis, por miedo, por estúpida prudencia, por salvar su chiringuito o simplemente por incapacidad mental, siguen sin reaccionar, cegados por su propia parálisis, esperando a no se sabe qué. Mi única duda es el saber cuánto tiempo podremos seguir así, hundiéndonos cada día más en el abismo.
Santiago Tracón