El último reto cinematográfico de Spielberg ha sido rodar una película protagonizada por una iniciativa legislativa, por más que su título, Lincoln, y su cartel anunciador nos lleven a pensar que su protagonista es el greñudo y barbado Presidente Abraham Lincoln; pero imagino que no cabe en cabeza alguna el intentar vender una peli con un cartel que fotocopie la Decimotercera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos, que es la verdadera protagonista de la peli, ya digo, lo cual me agrada de modo muy singular, porque a uno no se le pasa la vocación filosófica y esto de ver una película protagonizada por una ley que es fruto de una Idea nacida en el seno de la Filosofía Liberal me produce un embeleso que me gustaría poder compartir con ustedes.
La Decimotercera Enmienda abolió oficialmente la esclavitud y la servidumbre involuntaria (salvo para los condenados por un delito) en los Estados Unidos de América y constituye, en cuanto tal, un salto cualitativo en la historia de la Dignidad Humana. En el momento de su ratificación, la esclavitud continuaba siendo legal en Delaware, Kentucky, Missouri, Maryland y Nueva Jersey. En el resto de los Estados Unidos los esclavos habían sido liberados por la acción legislativa de cada Estado, así como por la «Proclamación de Emancipación» promovida y emitida por el gobierno federal, a cuyo frente, bien sabemos todos, se encontraba Abraham Lincoln, a la sazón, Presidente de los Estados Unidos de América y, ojo, líder del Partido Republicano. Sí, han oído bien, el Partido Republicano, el mismo que ha dado presidentes tan singulares como Bush o como Reagan: la derechona, o sea.
Todo esto ocurre en 1865, cuando en Washington ya se ve como inminente el final de la Guerra de Secesión; pero los republicanos, especialmente las facciones más conservadoras, estaban preocupados por si la “Proclamación de la Emancipación” llegase a ser vista como una medida temporal buena únicamente en tanto durase la guerra civil estadounidense, y, por ello promovieron una reforma constitucional que garantizase que la esclavitud fuese considerada de una vez y para siempre como una aberración moral y legal. Cuando se propuso la Decimotercera Enmienda no se habían aprobado nuevas enmiendas en más de sesenta años, y Lincoln y los suyos se enfrentaron a un reto político que les exigió jugar sus mejores cartas…, y poner en marcha sus trampas más ladinas, también. En primer lugar, libraron la batalla en el Senado; y, posteriormente, en el Congreso, que es la aventura intelectual y política que se narra en la película de Spielberg. La batalla en el Congreso resultó especialmente dura, debido a que los representantes del partido demócrata (los progres de Carter, Clinton y Obama, o sea) se resistían ferozmente a que la Constitución prohibiese la esclavitud, y estaban dispuestos a iniciar otra guerra civil si se planteaba siquiera el asunto de la igualdad natural de todos los seres humanos; lo cual es algo que me encanta de esta película, porque viene a poner en fotogramas algo que vengo diciendo yo por aquí desde hace años: que a nada que rascas a un progre cagapoquitos, sale un señorito la mar de fino incapaz de sostener la proximidad con su criada más allá de lo que dura la asamblea en el sindicato. Y que somos los liberales los únicos que defendemos, peleamos y creemos en la igualdad natural de los seres humanos; tal cual vemos en la película en la figura del congresista Thaddeus Stevens, magníficamente representado en la pantalla por un Tommy Lee Jones, en cuyos expresivos surcos faciales se puede leer todo un tratado de filosofía política.
No quiero avanzar mucho más de la película, porque prefiero que sean ustedes los que descubran los avatares de esta Enmienda promovida por el Partido Republicano y que tantísimo ha hecho por la Dignidad Humana Universal. Sí diré que hay una escena en la que Lincoln defiende la abolición de la esclavitud ante unos soldados aportando como fundamento nada menos que los Elementos de Euclides, momento en el que estuve a punto de levantarme y prorrumpir en aplausos, y no fue sino merced a la intervención de mi santa esposa que permanecí sentado en mi butaca y contuve mi emoción muy a duras penas. También me costó mucho no berrear de placer cuando veía evolucionar a ese trío de sinvergonzones que sobornaban a los diputados demócratas para comprar su voto: porque resulta particularmente deleitoso ver la naturalidad con que la cultura americana asume la acrimonia de la corrupción presente en todas las democracias, por sanas y firmes que éstas sean, y cómo han sabido metabolizar todo esto en un sistema de financiación privada de los partidos y de presencia abierta de los lobbys en Washington que debería ser un ejemplo a seguir entre los europeos, que aprovechamos los episodios de corrupción en nuestra clase política para exhibir alardes jacobinos, mesarnos mucho los cabellos del alma, componer mohínes amostazados… y, al cabo, limitarnos a tocarle las pelotas al contrario, aguardar turno y dejarlo todo como está, incluido el no meter a nadie en la cárcel como Dios manda.
Pero ya digo que prefiero que sean ustedes los que desarrollen las analogías y recorran todos los meandros éticos y políticos de esta singularísima película que, para un servidor, representa, sin duda, el acontecimiento intelectual del año.
Este artículo se ha publicado en el diario La Opinión, de Murcia, el día de San Valentín de 2013
Francisco Giménez Gracia